Lo que comenzó siendo un extraño comentario de Dick Cheney en el debate vicepresidencial se ha convertido ahora en un patrón. Los conservadores han citado repetidamente a la nación centroamericana de El Salvador como modelo para la construcción de la democracia en Irak y Afganistán.
Destrozado por la guerra civil en los años 80, desde entonces El Salvador ha hecho la transición a una democracia estable. Sin embargo, las torcidas lecciones que los halcones de la administración Bush han sacado de la intervención en este país durante la era de Reagan sugieren una ceguera voluntaria, incluso ante las consecuencias más asesinas de la política exterior norteamericana de la Guerra Fría. Nos dan razones para observar de nuevo críticamente las acciones que la Casa Blanca está tomando bajo el pretexto de promover la libertad.
Durante una visita a mediados de noviembre a El Salvador, la única nación latinoamericana que actualmente tiene tropas en la “coalición de los dispuestos” de EEUU, el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld alabó al gobierno conservador de ese país. Él dijo que El Salvador “comprende bien la lucha humana por la libertad y la democracia”.
Al hacer un paralelo con Irak, el Secretario se hizo eco de los comentarios de Cheney en su debate del 5 de octubre con John Edwards. El vicepresidente argumentó que en El Salvador de los años 80 “una insurgencia guerrillera controlaba aproximadamente la tercera parte del país, 75 000 personas murieron. Y celebramos elecciones libres. Yo estuve allí como observador a nombre del Congreso… Y cuando los terroristas llegaban y tiroteaban los colegios electorales, en cuanto se marchaban regresaban los electores y se ponían en cola y no permitían que se les negara su derecho a votar. Y en la actualidad El Salvador está… mucho mejor porque celebramos elecciones libres”.
Hay un serio problema con esta historia. Las 75 000 personas que Cheney mencionó ciertamente fueron asesinadas por terroristas, pero no por las fuerzas rebeldes del FMLN que él quiso condenar. En realidad estuvieron bajo el ataque del propio gobierno salvadoreño que la administración Reagan estaba apoyando y de los escuadrones paramilitares de la muerte. Con una lista de políticos opositores ya ejecutados o en el exilio, las elecciones de 1984 fueron poco más que una farsa destinada a dar respetabilidad democrática a un régimen que estaba perpetrando algunos de los peores abusos de derechos humanos en el hemisferio.
Antes de que los acuerdos de paz terminaran con la guerra civil en 1992, Estados Unidos entregó al ensangrentado gobierno salvadoreño más de $6 mil millones de dólares en ayuda.
Los hechos de la historia salvadoreña fueron establecidos definitivamente en 1993 por una comisión de la verdad patrocinada por Naciones Unidas. Se llegó a la conclusión de que el 85 por ciento de las atrocidades en el conflicto fueron cometidas por el ejército y sus protegidos, con los rebeldes responsables del 5 por ciento y el 10 por ciento restante indeterminado.
“El ejército, las fuerzas de seguridad y los escuadrones de la muerte vinculados a ellos cometieron masacres de a veces cientos de personas al mismo tiempo”, reportó la comisión de la verdad. Entre los crímenes que la administración Reagan había intentado ocultar o negar estuvo el asesinato de seis sacerdotes jesuitas, la matanza de cientos de aldeanos y el asesinato del arzobispo Óscar Romero.
Incluso si la participación de EEUU en el país no fuera suficientemente condenatoria, no hay certeza de qué lecciones quisiera sacar del conflicto la actual administración. Mientras que El Salvador experimentó una guerra civil convencional con adversarios claramente definidos, la invasión de Irak ha creado una amplia y variada resistencia. Ha colocado a los soldados norteamericanos en un tipo de guerra de guerrillas que incluso muchos expertos en contra-insurgencia consideran que es imposible ganar.
Por supuesto, “ganar” según los términos del Presidente George W. Bush puede no ser deseable, especialmente si significa usar a Irak como una base a largo plazo desde el cual se proyecte el poder militar. En El Salvador fue sólo después de que terminara la Guerra Fría y Estados Unidos suavizara su obsesión anticomunista que la ONU y otros mediadores internacionales pudieron ayudar a facilitar una transición a la democracia –algo que el FMLN deseaba desde hacía mucho tiempo y que al pueblo iraquí puede que se le niegue por mucho tiempo.
La actual democracia de El Salvador no es perfecta, y las intervenciones de EEUU en las más recientes elecciones –amenazas apenas veladas de que los votos a favor del FMLN, ahora el principal partido opositor, provocarían represalias de la Casa Blanca– no han ayudado mucho. Pero los años desde que se suspendió el apoyo norteamericano han sido testigos de mejoría. Las más claras lecciones del modelo de El Salvador son que la Casa Blanca es suficientemente capaz de perpetrar crímenes en nombre de la libertad. Y de que la retirada de EEUU a veces puede ser el mayor servicio a la libertad.