Los que recuerdan una era antes de Bush pueden rememorar las imágenes: esta semana se cumplieron cinco años de que los manifestantes inundaran las calles de Seattle para protestar por la tercera reunión ministerial de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Los ambientalistas vestidos de tortugas marinas se mezclaron con obreros del acero en sus chaquetas sindicales, estudiantes con perforaciones con familias de granjeros del Medio Oeste. Juntos, las partes de la coalición de la amplia protesta argumentaron con fuerza que la OMC y el plan de la globalización corporativa estaban minando los derechos de los trabajadores, poniendo en peligro el medio ambiente y trasladando la toma democrática de decisiones a organismos económicos que no rinden cuentas.
En respuesta a las coloridas expresiones de disensión y a los desobedientes civiles que se encadenaron alrededor del centro de convenciones, la policía oscureció el aire con gas lacrimógeno. El Presidente Clinton declaró la ley marcial. Pero las protestas continuaron. Y para el fin de semana los planes de la OMC de una ambiciosa nueva ronda de acuerdos de “libre comercio” se habían derrumbado.
Fue un golpe demoledor. Las protestas de Seattle, junto con manifestaciones aliadas que se realizaron por todo el mundo, tuvieron un efecto dramático en cambiar el debate acerca del comercio internacional y el desarrollo. Pusieron a correr a los globalizadores corporativos de los años de Clinton, que anteriormente habían estado volando alto, a tratar de defender las otrora incontestables políticas del “Consenso de Washington”.
Sin embargo, en años recientes el propio movimiento norteamericano de globalización ha sido descarrilado por la administración Bush. ¿Cómo ha sucedido? Irónicamente, aunque el Presidente Bush asegura ser un ardiente defensor del “libre comercio”, él ha abandonado el tipo de plan de globalización multilateral basado en reglas que prevaleció en los años 90. Ha reemplazado la “globalización corporativa” con su propio tipo de “globalización imperial” –una búsqueda unilateral del auto interés nacional de EE.UU., con un sentido más tradicional. Esto ha dejado boqueando a instituciones como la Organización Mundial de Comercio y ha disgustado a gran parte de la elite global de negocios. También ha puesto a la defensiva al movimiento en contra de la globalización corporativa.
Independientemente de los momentos y promesas de la campaña populista de John Kerry de apoyar el “libre comercio”, es probable que si él hubiera sido electo regresara al modelo de Clinton de la globalización corporativa. Incluso pudiera argumentarse que Kerry como presidente, –que podría haber sido un promotor más sutil y eficaz de la economía neoliberal favorable a los negocios que Bush– en realidad hubiera sido peor para los pueblos del mundo en vías de desarrollo. Esto plantea una difícil pregunta: ¿realmente queríamos tener a otro resbaloso Director General en Jefe apoderándose de la Casa Blanca?
La respuesta es sí. Lo quisimos.
El cruel neoconservadurismo de la Administración Bush no sólo es terriblemente dañino por sí mismo, sino que ha acabado con la visión y creatividad que definió al movimiento que estalló en las calles de Seattle. En vez de ser capaces de presentar argumentos sofisticados acerca del tipo de sistema económico internacional en el que queremos vivir, nos hemos limitado a denunciar las flagrantemente ilegales invasiones en el extranjero y a defender nuestras libertades civiles básicas.
Es raro el momento en el que decenas de miles de personas pueden entusiasmarse por temas tan arcanos como la Sección 11 del TLCAN o los tribunales secretos de la OMC para las disputas comerciales. Las protestas de Seattle abrieron una ventana de tiempo cuando los fundamentos de la economía mundial fueron discutidos abiertamente en EE.UU. Los críticos pudieron dejar en claro que el bipartidismo de Enron, que demasiado a menudo ha guiado la política económica, no ha servido de mucho a la mayoría de la fuerza de trabajo que ha visto como el salario real se ha estancado durante las últimas décadas, de la misma manera que ha encerrado al mundo en desarrollo en un ciclo vicioso de deuda y desesperanza.
La ventana posterior a Seattle hace mucho que se ha cerrado. Bajo la presente administración ha habido una marejada de resistencia por parte de gente que se opone a las invasiones de Bush en el extranjero, sus asaltos al medio ambiente y a los derechos de la mujer, y sus reducciones de impuestos a los ricos. Pero como movimiento, hemos luchado sencillamente para responder a las últimas indignidades republicanas. En momentos de guerra y ocupación, la innegable necesidad de dedicar nuestra atención a detener el militarismo norteamericano ha hecho que el debate acerca de la economía internacional se realice nuevamente a puertas cerradas.
Hace falta que un movimiento de globalización de avanzada saque otra vez esta discusión a la palestra y otra vez presione a favor de un sistema económico global que responda a las necesidades humanas. Aunque el imperativo de oponernos a la agresión neoconservadora nos mantenga al menos parcialmente ocupados en el futuro cercano, podemos inspirarnos en los activistas de la globalización en el exterior que han continuado promoviendo alternativas tanto a la economía neoliberal como al guerrerismo de la administración Bush. Al mismo tiempo, podemos acercarnos al día en que el fin de la ocupación de Irak nos permita dedicar de nuevo nuestra atención a la nefasta expansión del poder corporativo –un día en el que podamos celebrar y comenzar de nuevo el debate con el espíritu de Seattle.