Esta semana los Ministros de Comercio del hemisferio están reunidos en Miami para realizar importantes negociaciones del ?rea de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Hasta ahora los proponentes de la globalización corporativa han soportado grandes muchedumbres de sindicalistas, defensores del medio ambiente y activistas en pro de los derechos humanos que se manifestaban cerca de su lugar de reunión. Y puede que no se sorprendan cuando oigan a sus críticos catalogar al ALCA de esfuerzo por imponer el control “neocolonialista” a las economías latinoamericanas. Sin embargo, puede que los representantes comerciales estén menos acostumbrados a oír las mismas acusaciones provenientes del púlpito.
Pues que se acostumbren.
El pasado septiembre los obispos católicos de Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay, Bolivia y Chile se reunieron para discutir las implicaciones “éticas y morales” del ALCA. Al finalizar se situaron abiertamente del lado de los que están en las calles. En su declaración oficial, los obispos advirtieron que el ALCA “fomentará la concentración del poder económico en unas pocas manos” y que disminuirá la soberanía democrática, especialmente en los países más débiles de América”.
El catolicismo ha recibido mucha atención este otoño por la celebración en el Vaticano de las “bodas de plata” de Juan Pablo II como jefe de la Iglesia. Aunque esa cobertura de prensa se ha enfocado en el marco oficial de Roma, la declaración de los obispos sudamericanos hace énfasis en otra corriente religiosa. Conocida como “teología de la liberación”, este otro catolicismo tiene particular importancia para América, donde se encuentra casi la mitad de los 1,1 mil millones de católicos.
La teología de la liberación emergió originalmente como un movimiento en América Latina en los años 60. Una generación de teólogos, sacerdotes y creyentes latinoamericanos, alentados por las dramáticas reformas que tenían lugar en Roma, se fijaron en la persistente y debilitante pobreza de su región. Como respuesta, criticaron la estrecha relación de la Iglesia Católica con las elites locales. Y se comprometieron a conformar una práctica religiosa que afirmara la dignidad de los marginalizados y excluidos.
Teológicamente sus principales documentos – como una declaración producida en la Conferencia de Obispos Latinoamericanos de 1968 en Medellín, Colombia – argumentaban que las escrituras religiosas llaman a los cristianos a expresar su “opción preferencial por los pobres”. En muchos países gobernados por dictadores (típicamente promovidos por Washington), la gente de la iglesia se convirtió en blanco de los escuadrones de la muerte debido a su negativa a mantenerse en silencio ante las violaciones a los derechos humanos.
El otro catolicismo se esfumó después de que terminaran las “guerras sucias” latinoamericanas de los 70 y los 80, y después de que contracorrientes conservadoras dentro de la Iglesia se enfrentaran a la influencia de los sacerdotes “liberacionistas”. Al mismo tiempo, muchas de las ideas centrales de la teología de la liberación, incluyendo la opción preferencial por los pobres, pasaron a ser parte del pensamiento católico tradicional. Por otra parte, en la era de la posguerra, los progresistas religiosos continuaron su promoción de los derechos humanos adoptando posiciones acerca de los derechos económicos – como el derecho al alimento y al techo – y declarando que los impactos sociales del neoliberalismo económico eran contrario a los valores de su fe.
En su reciente análisis del ALCA, los obispos sudamericanos se inspiran en las obras de economistas y sociólogos seglares. Esos expertos señalan el hecho de que el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (ALCAN), el tratado que los defensores del comercio esperaban que se expandiera por todo el hemisferio, provocó la pérdida de 766 030 puestos de trabajo existentes y potenciales en EEUU entre 1994 y el 2000. Pero la fuga al extranjero de las compañías casi no ayudaron a los trabajadores manufactureros de México, quienes vieron cómo sus salarios reales disminuyeron en 21% en ese mismo período, según la investigación del Instituto de Política Económica.
Sin embargo, la singularidad de las voces religiosas es la visión ética que aportan a los debates comerciales. Los teólogos de la liberación insisten en que la economía debiera estar al servicio de la humanidad y respetar los derechos fundamentales de los pueblos. Acusan de idolatría a aquellos que colocan los intereses económicos por encima de todo – de convertir al mercado en un Dios -, a menudo con desastrosos resultados para los pobres.
El Papa Juan Pablo II, quien está lejos de ser considerado un aliado en temas progresistas como el aborto, ha apoyado estas críticas económicas. En su declaración de 1999, Ecclesia in America, advirtió que “cada vez más prevalece en muchos países de América un sistema conocido como ‘neoliberalismo’; basado en una concepción puramente económica del hombre, este sistema considera la ganancia y la ley del mercado como sus únicos parámetros”. Juan Pablo II argumentó en otra ocasión que “el valor inalienable de la persona humana debe ser siempre un fin y no un medio, un sujeto, no un objeto, no un artículo de comercio”, y que la globalización “no debe ser una nueva versión del colonialismo. Debe respetar la diversidad de culturas, que son las claves interpretativas de la vida”.
Tales consideraciones morales generalmente están ocultas en las negociaciones de comercio, las cuales se enfocan en arcanas regulaciones y prerrogativas nacionalistas. Una razón por las que las protestas públicas son vitales es que colocan de nuevo en la mesa las consecuencias éticas de la política económica.
Avance o no el ALCA esta semana en Miami (y si el colapso de las conversaciones de la Organización Mundial del Comercio en Cancún es indicio de algo, probablemente no lo hará), la Administración Bush tiene la intención de utilizar acuerdos bilaterales para promover sus objetivos económicos. Los progresistas religiosos nos recuerdan que, no importa la forma específica que adopte el debate comercial, debemos juzgar las políticas económicas sobre la base de su impacto en los pobres. Nos recuerdan que la lucha por un orden político justo es, en esencia, una lucha por la dignidad humana – y una lucha contra el Dios del Mercado.