Uno de los rasgos sorprendentes de la vida política moderna es la manera en que las elites globales niegan consistentemente las alternativas viables al orden global existente, incluso a medida que cambia el terreno de la política internacional. Los “globalistas imperiales” que llegaron al poder en los años de Bush aseguran que sin el poderío militar norteamericano proyectado decisivamente al exterior las fuerzas del mal arrasarían al mundo. Mientras tanto, los “globalistas corporativos” de Wall Street persisten en su creencia de que en el mundo posterior a la Guerra Fría no tenemos más opción que aceptar el continuo avance del mercado “libre”.
Ninguna de esas ideas es creíble. La desastrosa guerra en Irak se contradice con el argumento neoconservador de que la guerra preventiva puede crear la seguridad, Mientras tanto, los principales expertos continúan proclamando que el neoliberalismo –la doctrina radical de libre mercado que ha definido el “Consenso de Washington” en la economía internacional de las últimas décadas– es inevitable e irremplazable. Sin embargo, mientras esa ideología se desprestigia en todo el mundo, su discusión se revela más que nunca cada vez más falsa. Actualmente existen decenas de libros y cientos de informes que ofrecen nuevas direcciones al orden global –además de innumerables iniciativas a niveles locales, nacionales e internacionales para crear sistemas políticos y económicos que defiendan los derechos humanos y el medio ambiente.
En realidad, la falta de ideas viables no es el problema para los que rechazan tanto el modelo corporativo como el imperial de globalización. Ya sean parte de bulliciosos levantamientos nacionales o callados y persistentes esfuerzos comunitarios para promover una globalización democrática –una globalización desde abajo– miembros de redes de base están dedicados ahora a un debate acerca del balance apropiado de visión, programa, estrategia política, y táctica necesarias para avanzar.
Cambios en el movimiento global de justicia
Parte de lo que ha motivado la confusión pública acerca de las alternativas fue la especificidad del movimiento político cuando las protestas contra la globalización capturaron la atención de los medios principales. Durante el período alrededor del 2000, la organización de justicia global era cubierta por los medios solo en contextos en los que los participantes brindaban una voz de oposición –en las reuniones cumbres de instituciones como la Organización Mundial del Comercio (OMC), eL Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Estos eventos se convirtieron en puntos llamativos de resistencia por una razón: las reuniones cumbres eran extraordinariamente eficaces para hacer converger un grupo tremendamente diverso de activistas ciudadanos globales.
Sin embargo, la escena de la globalización comenzó a cambiar al inicio de los años de Bush, cuando los ataques del 11/9 desempeñaron un importante papel en el cambio. Tan abruptamente como habían anunciado los principales medios de noticias que llegaría el “nuevo” movimiento global después de las protestas de Seattle contra la OMC, los cuestionamientos al Consenso de Washington se hicieron prácticamente invisibles a sus reporteros una vez más después del 11/9. Esto reflejaba solo parcialmente lo que estaba sucediendo en el terreno. En los meses siguientes a los ataques, algunas protestas –principalmente una importante movilización contra las reuniones del Banco Mundial y del FMI en Washington, D.C.– fueron canceladas a medida que el mundo se dispuso a mostrar solidaridad con las víctimas. Sin embargo, la irresponsable respuesta de la administración Bush eliminó la buena voluntad global y en definitiva aumentó el alcance de las protestas.
A medida que continuaron las estrategias para imponer visiones elitistas de globalización, las protestas en pro de la justicia global se reanudaron en todo el mundo. Muchas personas, en particular en los países del Sur, combinaron su indignación contra el militarismo norteamericano con un repudio a la globalización corporativa. Cuando Bush viajó al extranjero, se encontró con enormes protestas, muchas de las cuales plantearon temas económicos así como preocupación por la guerra. Sin embargo, los medios noticiosos reportaron mayoritariamente que estas manifestaciones eran incoherentes motines anti-norteamericanos, si es que las reportaban. Los expertos de la comunidad política de Washington se apresuraron a declarar que el movimiento pro justicia global había muerto. Al frente de la jauría se encontraba Edgard Gresser, del Instituto de Política Progresista, el tanque pensante del Consejo de Liderazgo Democrático a favor del “libre comercio”, quien pronosticó que el movimiento estaba “destinado a la irrelevancia” en un mundo re-alineado.
Millones de personas tenían razón para protestar. Estos activistas estaban a punto de rediseñar el mapa político de Latinoamérica, presidir sobre el colapso de la legitimidad del neoliberalismo, liderar una rebelión mundial contra la guerra preventiva, y llevar a los temas de justicia económica a niveles mucho más prominentes en el debate del desarrollo global. Sus esfuerzos en pro de una globalización democrática, aseguraban, estaban bien vivos.
El panorama desde Porto Alegre
Como resultado, una manifestación muy visible de la próxima etapa del movimiento de justicia global provendría de una modesta ciudad de 1,5 millones de habitantes del sur de Brasil, un lugar cuyo nombre se ha convertido en sinónimo de la búsqueda de un orden global más justo y democrático. Actualmente, la sola mención de Porto Alegre, cuna del Foro Social Mundial, es suficiente para eliminar de una vez el argumento instintivo de que no hay alternativa a las visiones dominantes de globalización.
Incluso en la medida en que los progresistas dentro de EEUU se dedicaron a resistir las políticas de la administración Bush acerca de la guerra preventiva y sus asaltos reaccionarios a los derechos constitucionales, los movimientos internacionales no han esperado al cambio de régimen en EEUU para fomentar la desaparición del Consenso de Washington. Grandes muchedumbres se han unido a los norteamericanos en manifestaciones en contra de la guerra en Irak, como el 15 de febrero de 2003, cuando más de diez millones de personas en más de 500 ciudades marcharon a las calles, lo que constituyó el mayor día de acción global coordinada de toda la historia. Pero al mismo tiempo, las comunidades locales han realizado batallas para revertir la privatización de los servicios públicos y campañas transnacionales han luchado por reformas tales como la cancelación de la deuda. En países de toda Latinoamérica se han derrocado gobiernos neoliberales, han sido elegido líderes que se oponen al Consenso de Washington y se ha presionado a funcionarios para que impongan políticas sociales que sirvan al pueblo trabajador.
Al reflejar este sostenido torrente de actividad global, el Foro Social Mundial ha crecido y madurado. Mientras que el primer foro global en 2001 dio la bienvenida a 12 000 participantes, los eventos posteriores han crecido cada vez más y han atraído hasta 150 000 personas. Además de regresar a Porto Alegre durante tres años consecutivos después de la cumbre inicial, el evento global también se ha celebrado en Mumbai, India, y en Nairobi, Kenya. A nivel regional se han celebrado foros más pequeños. En el Foros Social Mundial, líderes comunitarios, representantes sin fines lucrativos, académicos, organizadores y legisladores progresistas han presentado, discutido y perfeccionado ideas que representan colectivamente un conjunto de políticas para la economía global tan completo como cualquier oficina inestable de campaña pudiera aspirar a diseñar. Esos espacios han servido como encarnación de las propuestas para una globalización democrática,
Reuniones de grupos en carpas, designadas para la discusión de la energía y el medio ambiente, han encontrado estrategias para liberarnos de la dependencia de la economía del petróleo. Ellos han propuesto inversiones en transportación pública masiva y trasladar los subsidios gubernamentales de la explotación de hidrocarburos a la energía alternativa. Otros medioambientalistas han trabajado para promover un impuesto internacional a los carbonos para penalizar a los contaminadores –algo de indudable interés público, en especial debido a la creciente evidencia acerca de los peligros del calentamiento global. Todos ellos representan políticas públicas perfectamente viables, a las que se ha opuesto con vehemencia la industria petrolera.
En otras carpas, agricultores familiares y defensores de la seguridad de los alimentos, provenientes de todo el mundo, se han reunido para promover modelos para la reforma agraria redistributiva. Hasta las instituciones financieras internacionales reconocen que la reforma agraria sería beneficiosa para los pobres, pero ha sido sacada del mapa político por las elites nacionales y los conglomerados agroindustriales. Otros activistas explicaron de qué forma los subsidios gubernamentales a las exportaciones y los plaguicidas incrementan el “monocultivo” por sobre la agricultura orgánica; en respuesta, ellos argumentaron a favor de un cambio de los fondos públicos para apoyar la agricultura sostenible. Las comunidades indígenas hicieron mayor hincapié en su derecho a la autodeterminación, en particular con relación a mantener sistemas tradicionales de propiedad de la tierra y producción de alimentos.
Las carpas en las que se celebraban discusiones acerca de la necesidad de detener el poder corporativo han presentado una lista de propuestas innovadoras. Estas incluyen el financiamiento público de elecciones para terminar con lo que el Senador de EEUU Russ Feingold ha llamado “un sistema de soborno legalizado y de extorsión legalizada”. Incluyen leyes que permitan a las víctimas de los abusos corporativos en los países en vías de desarrollo a presentar reclamaciones judiciales en tribunales norteamericanos y europeos. E incluyen propuestas detalladas para fortalecer la ley anti-trust a fin de eliminar los monopolios comerciales –entre ellos los imperios de medios masivos que hacen tanto por imponer límites al debate público.
Un grupo llamado ATTAC, uno de los organizadores del Foro Social Mundial, ha levantado carpas para promover la campaña a favor del Impuesto Tobin. Propuesto inicialmente en la década de 1970 por el economista ganador del Premio Nóbel James Tobin, la iniciativa impondría un impuesto de bajo porcentaje a los cientos de miles de millones de dólares de transacciones financieras internacionales que tienen lugar cada día. Esto significaría una falta de incentivos a la especulación a corto plazo con las monedas, y alentaría la inversión más productiva a largo plazo. Es más, hasta un impuesto minúsculo podría crear un fondo de más de $100 mil millones que pudiera ser usado para impedir la propagación de enfermedades y aliviar la pobreza global.
Lugares de trabajo en almacenes que agruparon a organizaciones sindicales han ofrecido infinitos métodos para proteger los derechos de los trabajadores y terminar con las condiciones de explotación. Más de setenta ciudades y localidades en Estados Unidos han aprobado leyes de Salario Digno desde principios de la década de 1990. Estas van más allá de mezquinos requerimientos de salario mínimo y ordenan que los negocios paguen a los empleados al menos lo suficiente como para mantener a su familia fuera de la pobreza. En los foros sociales, activistas norteamericanos discutieron la manera de propagar estas campañas. Mientras tanto, representantes de un estimado de 180 fábricas dirigidas por trabajadores, formadas después de que el capital se fugara de la colapsada economía neoliberal de Argentina en 2001, hablaron acerca de sus experiencias en la autogestión. Y grupos como la Coalición de Mujeres para la Justicia Económica han hecho hincapié en que las cumbres apoyadas por la ONU y otros esfuerzos internacionales para promover los derechos de las mujeres no deben estar subordinados a acuerdos multilaterales de comercio.
Finalmente, talleres organizados por representantes del movimiento de comercio justo presentaron sus intentos por construir vínculos directos entre productores en el Sur global y los consumidores en el Norte. El modelo de comercio justo tiene como objetivo eliminar a los intermediarios explotadores, garantizar que los trabajadores obtengan un salario digno por su trabajo, y dar a los colectivos locales una mayor participación en la determinación de las condiciones bajo las cuales tiene lugar el intercambio económico internacional. Al igual que los alimentos orgánicos, el comercio justo sigue siendo un mercado de nicho y no puede sustituir los más amplios cambios estructurales en la economía global. Pero brinda tanto una alternativa al comercio explotador como un modelo esperanzador para un cambio futuro.
Incluso esta amplia gama de actividad no constituye una revisión exhaustiva. A diferencia de los modelos corporativo e imperial, una globalización desde abajo no es una receta de la economía global que convenga a todos. En relación con las políticas alternativas, el modelo de la democracia participativa produce, según las palabras de otro lema, “Un No, Muchos Sí”.
Genera un fuerte reto a las estructuras del neoliberalismo y el imperio, pero permite un sentido más amplio de lo que los reemplazará.
A diferencia de los manifiestos individuales que suponen que una falta de ideas es el problema de los progresistas, los activistas en Porto Alegre han presentado una agenda para el cambio enraizada en las luchas y campañas locales que hace tiempo se han iniciado. Excelentes volúmenes como Alternativas a la globalización económica, un libro compilado por el Foro Internacional de Globalización, con sede en San Francisco, han perfilado otros aspectos de esta agenda. Los Informes de Desarrollo Humano producidos anualmente por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) han apoyado muchas de estas mismas iniciativas. Un número de propuestas progresistas han sido presentadas este verano como legislación en el Congreso norteamericano en tales medidas como la reciente ley TRADE, promovidas por defensores del comercio justo. No hace falta decir que los beneficiarios elitistas del dominio corporativo e imperial que aún se mantienen firmes en su argumento de que no existen alternativas preferirían que el público no supiera de ninguno de estos avances.
Solo decir no, o en primer lugar, no hacer daño
Las ideas, experiencias y propuestas del Foro Social Mundial brindan un tesoro de información para todos los que desean construir una nueva agenda para la economía global. Al mismo tiempo, mientras los movimientos democráticos no tengan el poder para invalidar a las elites políticas y económicas, existe una importante razón para solo decir “no” –para primero insistir en que los que están en el poder dejen de hacer daño.
Cuando los neoliberales de Wall Street y los militaristas de Washington preguntan “¿Cuál es la alternativa?”, basan su pregunta en falsos supuestos. Su pregunta sirve para naturalizar las agendas muy radicales del dominio imperial y corporativo, sugiriendo que son estados normales y aceptables. No lo son. En una situación en la que el poder está muy desbalanceado, en la que los crímenes se perpetúan en nombre de la democracia, y en la que secciones crecientes de la vida pública se entregan al mercado, decir “no” a estas agendas radicales puede ser una tarea perfectamente digna en sí misma.
En un respecto importante, la alternativa a invadir Irak es no invadir Irak. La alternativa al ALCAN (área de Libre Comercio de América del Norte) es nada de ALCAN. La invasión de Irak por los neoconservadores ha costado miles de vidas norteamericanas, cientos de miles de vidas de civiles iraquíes, ha producido dos millones de refugiados y está en disposición de derrochar más de un billón de dólares en fondos públicos. Ha generado grandes tensiones regionales, una mayor inestabilidad y más terrorismo. Dada la desastrosa historia de las intervenciones de EE.UU. –no solo en Irak, sino también, para mencionar algunos ejemplos particularmente innobles de los últimos 60 años, en Viet Nam, Indonesia. Chile, El Salvador, Irán, República Dominicana y Nicaragua–, el llamado a una moratoria de tales acciones militares, oficiales y encubiertas, es un primer paso para poner freno al daño de la globalización imperial.
La agenda de la globalización corporativa, que desafortunadamente prosperó durante la presidencia de Clinton y aún es popular en el ala derecha del Partido Demócrata, es aún más sutil. Pero esto también ha dependido de maniobras forzadas para llegar a existir. El neoliberalismo implica la apertura agresiva de los mercados, el allanamiento del camino a un capital especulativo de niveles insospechados previamente, y el dictado de la reestructuración de las economías locales. Ninguna de estas cosas sucede de manera natural, y debemos enfrentarnos a ellas. Una moratoria a los dañinos acuerdos de “libre comercio” y a una mayor expansión de la OMC, especialmente en áreas más allá de la esfera tradicional del comercio, es una demanda vital inmediata.
La simple negativa a cada uno de los mandatos del Consenso de Washington –o al menos el rechazo a la idea de que se le debe imponer al mundo como una fórmula única para el desarrollo– permitiría en sí una reestructuración sustancial de la política de globalización. Los verdaderos utopistas de la economía global son personas que abrazaron la fantasía fundamentalista del mercado de que el capital sin obstáculos estaría al servicio del bien común. Refutar esta idea puede ser bastante sencillo.
La globalización corporativa neoliberal prescribe la eliminación de tarifas y otras protecciones a las empresas locales. Una alternativa sería permitir a los países más pobres mantenerlas intactas y revivir lo que se conoce en los acuerdos comerciales como “tratamiento especial y diferenciado”. Este modelo daría a los países en desarrollo más flexibilidad para decidirse a nutrir industrias nacientes y para proteger producciones agrícolas que son importantes para las culturas tradicionales y la seguridad de su suministro alimentario. Cuando el Consenso de Washington exige la privatización de la industria pública y la conversión de lo que es común en propiedad privada, una alternativa es mantener esas cosas en manos del público, defender el suministro de bienes públicos como forma de garantizar los derechos humanos económicos — incluyendo la garantía del acceso público al agua, la electricidad y el cuidado de salud. Si el llamado es a reducir los servicios sociales, una alternativa es rechazar los cortes y mantener y aumentar esos servicios, y en su lugar promover un sistema redistributivo de los impuestos que haga que los ricos paguen una cuota justa.
Cuando Washington ordena un mercado laboral más “flexible” –un mercado sin sindicatos o protecciones a los trabajadores– una alternativa es defender los salarios dignos, discusiones colectivas y el derecho a la asociación. Y cuando el FMI rescata a los inversionistas ricos y crean una situación en la que, parafraseando al escritor Eduardo Galeano, “el riesgo se socializa mientras las ganancias se privatizan”, una alternativa es sencillamente la de terminar con esos rescates y hacer que los especuladores corran con el costo de sus especulaciones.
La exigencia de revertir las políticas neoliberales de ajuste estructural propone una relación fundamentalmente diferente entre las naciones ricas y el Sur global que la que existe en la actualidad. Ella daría a los países la libertad de determinar sus propias políticas económicas, prioridades para el gasto gubernamental y reglas para controlar la inversión extranjera. En vez de imponer al mundo entero un solo modelo hegemónico, esta nueva relación permitiría una diversidad más amplia y la experimentación en el desarrollo internacional. Aunque esto por sí mismo no constituye una visión para garantizar los derechos humanos o proteger el medio ambiente, de todas maneras representa una importante ganancia estratégica. De por sí es probable que provoque un cambio de suficiente magnitud como para hacer a la economía global prácticamente irreconocible para aquellos que se han acostumbrado a la globalización corporativa dictada por Washington.
Aquellos que rechazan los modelos corporativo e imperial de globalización tienen a su disposición un tesoro de ideas, un sano debate interno para perfeccionar sus estrategias, y una vibrante y creciente red de ciudadanos que ven sus esfuerzos como parte de un todo interconectado. También tienen enemigos muy poderosos. Afortunadamente, mientras entramos a la era post-Bush, la comunidad internacional ha expresado un firme rechazo al unilateralismo y la guerra preventiva. Igualmente, porciones cada vez mayores del planeta consideran que la doctrina neoliberal de expansión corporativa es una visión desacreditada y fracasada. Esto crea oportunidades singulares a los ciudadanos para luchar por hacer posible una globalización democrática. Aún más emocionante es que muchas personas ya lo están haciendo, y en asuntos claves como condonación de la deuda y por regiones enteras como Latinoamérica, están ganando. Los entendidos cada vez se dan más cuenta. Porque no hay nada más peligroso, para aquellos que insisten que el mundo debe permanecer como es, que la sencilla, testaruda y desafiante doctrina de la esperanza.