El Día de las Elecciones de 2004, trabajé en una campaña de búsqueda de votantes a favor de John Kerry en el condado de Bucks, Pennsylvania. Después de un largo día, los colegios electorales cerraron y yo comencé el viaje en auto hasta mi casa en Brooklyn mientras escuchaba los resultados en la radio. Las primeras noticias eran buenas. Al pasar por Nueva Jersey, cuando anunciaron que Kerry había ganado en Pennsylvania, me sentí satisfecho de haber contribuido modestamente a la victoria. Pero para cuando estaba cruzando por Staten Island, el conteo electoral había comenzado a empeorar. Comencé a escuchar las mejores canciones de los 80 y los 90, y periódicamente cambiaba para las noticias. Cuando llegué a casa en Brooklyn, la campaña no había terminado aún oficialmente, pero me fui a la cama con el temor de vivir bajo otra administración Bush.
A principios de otoño viajé a la Florida y hablé con un amigo que es sindicalista de toda la vida y elector impenitente pro Nader en el 2000. Yo también había apoyado la campaña de Nader aquel año como una estrategia para impedir el viraje de los demócratas a la derecha, aunque argumenté que los electores de estados claves debían usar un programa “Nader-Cambio” para intercambiar simbólicamente sus votos con los seguidores de Gore en los estados seguros. Mi amigo y yo recordamos que Gore había sido el sicario de la administración Clinton en las reuniones de la Organización Mundial del Comercio en Seattle, aparentemente haciendo todo lo posible por agravar la situación de los trabajadores sindicalizados. Recordamos también que su selección de Joe Lieberman parecía singularmente diseñada para alienar a la izquierda, en especial porque ambos provenían del ala conservadora del partido.
Dejando a un lado el amargo debate acerca de la conveniencia de la estrategia de Nader en el 2000, nunca me hubiera sentido tan eufórico por la elección de Al Gore –ni por cierto, por la de John Kerry– como me siento ahora por la elección de Barack Obama. El Día de las Elecciones era evidente que la naturaleza histórica de su candidatura tocaba una firma emotiva más profunda. Nunca antes había yo tocado a la puerta de un extraño a favor de una campaña, e inmediatamente después de explicar de dónde venía, recibir un abrazo de alegría –algo que sucedió cuando regresé ayer a Pennsylvania como parte de una movilización sindical en pro de Obama. Con excepción de las protestas en Seattle, nunca he sido parte de una celebración callejera tan jubilosa –la gente bailando sobre el capó de los taxis–como la que estalló en mi cuadra en Brooklyn esa noche.
Obama será nuestro primer presidente afro-norteamericano –no de la manera en que Clarence Thomas es uno de los primeros jueces afro-norteamericanos del Tribunal Supremo o la forma en que Sarah Palin pudo haber sido la primera vice presidenta. Thomas y Palin se han beneficiado de los movimientos sociales que hicieron posible su ascenso y trabajaron para socavar el legado de esos movimientos. Obama, por el contrario, se convertirá en el primer presidente afro-norteamericano llevando a cabo las esperanzas de los activistas de derechos civiles y honrando su contribución.
Obama se elevó hasta el tope demócrata que, en general, se colocó notablemente a la izquierda de lo que esperábamos en los años Clinton-Gore, cuando los altos funcionarios se esforzaban por probar su buena fe pro-corporativa y a declarar su lealtad al Consejo de Liderazgo Demócrata. Los contendientes de hoy, aunque lejos de ser perfectos desde una perspectiva progresista, hicieron su campaña como oponentes de una guerra injusta y de acuerdos comerciales defectuosos como el ALCAN, como defensores de una reforma de la ley laboral a favor de los trabajadores y de un serio plan nacional de salud.
Ciertamente la lucha para cumplir la visión del movimiento de los derechos civiles –como la lucha más contemporánea por frustrar a las fuerzas que empujan hacia la derecha dentro del Partido Demócrata– aún no ha terminado. Los del estilo de Robert Rubin y Larry Summer revolotean sobre la victoria de Obama. Los progresistas se enfrentan al reto de garantizar que la victoria de Obama no signifique solo un rechazo del descarado imperialismo global de los años de Bush, sino también del modelo más suave de dominio corporativo que creció bajo Clinton.
Esta lucha acaba de empezar. Será una tarea difícil convertir un movimiento para elegir a Obama en una campaña para construir un poder de base y hacerlo rendir cuentas. Pero por ahora, mientras celebramos el fin de la era de Bush, no puede haber duda de que estamos en mejor posición que hace un día para actuar. Y no es a menudo que podemos decir eso con confianza y genuina alegría.