Desde que el Fiscal General John Ashcroft advirtió recientemente de un posible ataque en territorio norteamericano, las protestas que tienen lugar esta semana frente a donde se celebra la cumbre de los países del G-8 en Sea Island, Georgia, han sido ensombrecidas por el espectro del terrorismo. Esto es desafortunado, porque como los activistas han convergido en reunione4s anteriores en Evian, Francia y Génova, Italia, estas manifestaciones llevan un importante mensaje.
En vez de aceptar la etiqueta de anti-globalización que le endilgan sus críticos, ellos han retado los términos del debate: No es cuestión de si la globalización ocurrirá o no, dicen ellos, sino qué tipo de globalización tendremos.
Nunca ha sido más significativo este asunto que en la era de George W. Bush.
Cuando el Presidente Bush tomó posesión, muchos notaron su apoyo a los acuerdos de “libre comercio” y sus estrechas relaciones con los Directores Generales de conglomerados transnacionales. Argumentaban que él estaba continuando la política económica de la administración Clinton –un tipo de “globalización corporativa” criticada por suprimir salarios, incrementar la desigualdad de gastos y debilitar las normas medioambientales globales.
Pero el Sr. Bush está construyendo un tipo de globalización marcado por un militarismo agresivo y firme unilateralismo que difiere grandemente del modelo internacional cooperativo, basado en reglas, apoyado por su predecesor. Al basar su política exterior en el poderío militar y en la proyección norteamericana de poder, él ha armado una forma de “globalización imperial”.
Las reuniones del G-8 en Georgia subrayan algunas de las importantes diferencias entre la globalización corporativa de Clinton y la versión imperial de Bush. En época de Clinton era usual que las reuniones del G-8 fueran celebratorias por parte de los líderes más poderosos del mundo, los cuales coordinaban las políticas neoliberales de instituciones como el FMI y el Banco Mundial.
En la actualidad el G-8 subraya las grandes tensiones entre la Casa Blanca y nuestros tradicionales aliados de la “Vieja Europa”, cuyos gobiernos objetan la visión halconesca del mundo por parte de Bush y su bravuconería en solitario. Estos líderes continúan promoviendo en el FMI y el Banco Mundial políticas de desarrollo pro-corporaciones. Pero el tipo de favoritismo corporativo del Presidente Bush, representado por contratos sin licitación con Halliburton, revela una visión económica nacional que solo exacerba las tensiones.
La actitud de Bush de favorecer a Estados Unidos por sobre todas las cosas ha complicado las negociaciones del comercio. En los años de 1990, la agenda del “libre comercio” tuvo grandes adelantos con acuerdos como el TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) y con la expansión de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Bajo Bush esta agenda se está desmoronando.
Estados Unidos nunca ha estado dispuesto a aceptar para sus productos más sensibles las mismas normas de “libre comercio” que exige a los países pobres. En medio de un retroceso económico mundial, otros países han señalado que esta contradicción y la negativa de Bush a llegar a un compromiso ayudaron a crear un impasse significativo en las reuniones de la OMC en Cancún en septiembre y en las negociaciones de noviembre en Miami para el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Después de minar sus propias prioridades de comercio, la administración ha tenido que buscar acuerdos limitados y bilaterales con países como Chile y Singapur.
Con las negociaciones comerciales de amplia base en estado de colapso y el empeoramiento de la situación en Irak, el Presidente Bush se ha visto obligado cada vez más a suavizar su enfoque imperial y reconsiderar la cooperación al estilo de Clinton. Pero cantar victoria por su reciente viraje multilateralista sería un error. Necesitamos una globalización que no promulgue la suave mano del neoliberalismo ni el puñetazo de la guerra preventiva.
Los críticos tenían razón cuando señalaban que la globalización corporativa de los años de 1990 beneficiaba a una elite internacional a expensas de los pobres del mundo. Los Informes Sobre el Desarrollo Humano de la ONU nos dicen que la desigualdad se disparó hacia arriba en los exitosos 90, de manera que el 1 por ciento más rico de la población mundial recibe ahora tanto ingreso como el 57 por ciento más pobre. Muchos países en desarrollo continúan experimentando un incremento de la pobreza. Al resumir el más reciente Informe Sobre el Desarrollo Humano, el administrador Mark Malloch-Brown dijo: “Los niños símbolo de los 90 están entre aquellos a los que no les fue tan bien”.
Una nueva globalización se debe basar en normas internacionales de trabajo y derechos humanos. A diferencia de la globalización corporativa, debe medir el progreso sobre la base del aumento de los salarios mínimos en vez de sobre los absurdos ingresos de los Directores Generales. A diferencia de la globalización imperial, debe rechazar la guerra preventiva y apoyar al Tribunal Internacional Criminal, el control del comercio de armamentos y otros mecanismos del derecho internacional.
Mientras la administración Bush y los líderes del G-8 debaten los términos del actual orden internacional, las voces de los críticos no deben ser olvidadas. Ahora más que nunca se debe reconocer que las protestas en contra de la globalización corporativa en Estados Unidos, Europa y el mundo en desarrollo no son rechazos a la unidad internacional. Por el contrario, son las expresiones más esperanzadoras de una globalización diferente, pero que se necesita con urgencia.