Imaginaos el 20 de enero de 2009, el día en el que George W. Bush tendrá que desocupar el Despacho Oval.
No cuesta mucho imaginar una fiesta para celebrar esa excelente ocasión, con manifestantes contra la guerra, libertarios civiles, líderes comunitarios, ecologistas, propugnadores de la atención sanitaria, y sindicalistas chocando las copas para brindar por el fin de una era deplorable. Incluso estadounidenses que normalmente no se sienten inclinados hacia la vida política podrían ser tentados a sumarse a las festividades, llevando sus propias botellas de vino espumante a la fiesta. En vista de que las tasas de aprobación del trabajo presidencial han pasado pocas veces de un 40% en dos años y ahora se mantienen obstinadamente cerca de, o por debajo de, un 30% – niveles históricamente bajos – no sería sorprendente si fuera una gran celebración.
Más sorprendente, sin embargo, pudiera ser la cantidad de personas en la multitud que beberían marcas de champaña más distinguidas. En medio de la gala populista, podría suceder que se vería a personajes de altas posiciones en el mundo corporativo, individuos que otrora habrían esperado con ansias el reino de un presidente con una maestría en administración de negocios, pero que ahora creen que la baladronada neoconservadora no es una manera de dirigir un imperio.
Uno de los aspectos más curiosos de los años de Bush es que el autoproclamado “unificador” polarizó no sólo a la sociedad de EE.UU., sino también a sus elites de negocios y políticas. Son los tipos que se reúnen todos los años en el ultra-exclusivo Foro Económico Mundial en Davos, Suiza, y hacen que sus asesores intercambien tarjetas de visita en su nombre. Sin embargo, a pesar de su compadraje ocasional, esos pocos poderosos están ahora en desacuerdo sobre como el poder estadounidense debiera conformarse en la era post-Bush y cada vez más abandonan el barco cuando se trata del camino que los republicanos han elegido para avanzar en estos últimos años. Ahora están empeñados en un debate sobre como gobernar el mundo.
No hay que pensar en esto como un cierto complot conspirativo, sino como un debate con mucho sentido común sobre qué políticas representan los mejores intereses de los que contratan a falanges de cabilderos en Washington y llenan los cofres de las campañas presidenciales y parlamentarias. Muchos dirigentes del mundo de los negocios tienen cálidos recuerdos de los años de “libre comercio” del gobierno de Clinton, cuando los salarios de los presidentes de empresas subieron vertiginosamente y emergió la influencia global de las corporaciones multinacionales. Rechazando el unilateralismo neoconservador, quieren ver un enfoque renovado en el “poder blando” estadounidense y sus instrumentos de control económico, como ser el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI), y la Organización Mundial de Comercio (OMC) – las instituciones multinacionales que formaron lo que era conocido en los círculos políticos internacionales como “el Consenso de Washington.” Esos globalistas corporativos están haciendo un intento para controlar la dirección de la política económica bajo un nuevo gobierno demócrata.
Cabe poca duda de que la mayoría de la gente del planeta – los que sufrieron tanto bajo la globalización corporativa de los años de Clinton y la globalización imperial de George W. Bush – merece algo mejor. Sin embargo, no es tan seguro que los propugnadores de la justicia social que quieren propiciar un enfoque más democrático de los asuntos del mundo y del bienestar económico global puedan influenciar a un nuevo gobierno. Por otra parte, el daño infligido por ocho años de gobierno neoconservador y los desafíos de una escena geopolítica cada vez más desalentadora presentan un enigma a los globalizadores corporativos: ¿Es siquiera posible volver a un estado de cosas como existía anteriormente?
La revuelta de los corporativistas
Durante todo su período de gobierno, a pesar de la excesiva evidencia de su fracaso, George Bush y Dick Cheney han mantenido una jovial seguridad en sí mismos, sobre su capacidad de impulsar exitosamente los intereses de EE.UU., “… o al menos los intereses de los donantes capaces de contribuir más de 100.000 dólares por cabeza.” A veces, sin embargo, el público es notificado de que los fieles ciertamente se apuran por abandonar el barco zozobrante del gobierno. En octubre de 2007, por ejemplo, en un artículo de primera plano intitulado “El GOP [‘estupendo gran partido’ – los republicanos] pierde el control sobre el voto empresarial fundamental,” informó el Wall Street Journal diciendo que el partido podría estar enfrentando una crisis de marca ya que “algunos dirigentes de los negocios están distanciándose del partido por la guerra en Iraq, la creciente deuda federal y una agenda social conservadora que no comparten.”
Cuando se trata de reacciones corporativas a la Guerra Global contra el Terror del presidente, oímos hablar sobre todo de gente como Halliburton y Blackwater – compañías directamente implicadas en la invasión y ocupación de Iraq, con la mentalidad de saqueadores. Tales firmas han hecho lo posible por lograr beneficios rápidos de la maquinaria militar. Sin embargo, siempre hubo una facción de republicanos realistas, orientados hacia los negocios, que se opusieron a la invasión desde el comienzo, en parte porque creían que tendría un impacto negativo sobre la economía de EE.UU. A medida que la aventura del gobierno en Iraq ha descendido hasta la ciénaga, las filas de los que se quejan en las corporaciones sólo han crecido.
La elite del “libre comercio” se ha alterado sobre todo por el enfoque del gobierno en el nacionalismo que lo hace todo por cuenta propia y su desdén por los medios multilaterales de asegurar influencia. Este enfoque beligerante de los asuntos exteriores, creen, ha frustrado el avance de la globalización corporativa. En un artículo de abril de 2006 en el Washington Post, el animador globalista Sebastian Mallaby culpó al gobierno de Bush por “el motivo de que la globalización se ha atascado”. La Casa Blanca, acusó Mallaby, no estuvo dispuesta a invertir ningún capital político en el FMI, el Banco Mundial, o la OMC. Escribió:
“Hace quince años, existían esperanzas de que el fin de las divisiones de la Guerra Fría permitiría que las instituciones internacionales adquirieran una nueva cohesión. Pero las grandes potencias de la actualidad simplemente no están interesadas en crear un sistema multilateral resistente… EE.UU. sigue siendo el único mariscal de campo para el sistema multilateral. Pero el gobierno de Bush ha enajenado a demasiados jugadores para dirigir efectivamente al equipo. Su estridente política exterior comenzó como una reacción comprensible ante la indolencia de otras potencias. Pero el unilateralismo ha sido un trágico tiro por la culata, destruyendo toda endeble posibilidad de que pudiera haber habido una alternativa multilateral factible.”
Frustrados por los fracasos de Bush, hay muchos en la elite de los negocios que quieren volver al imperio más blando de la globalización corporativa y, miran cada vez más hacia los demócratas para que conduzcan cuidadosamente ese retorno. Como medida de esto – el equivalente capitalista de votar con sus pies – el analista político Kevin Phillips señala en su nuevo libro “Bad Money,” que, en 2007, “las contribuciones de empleados de fondos de alto riesgo al Comité Demócrata Electoral del Senado sobrepasaron las de su rival republicano en una proporción de casi nueve a uno.”
Esta revuelta silenciosa de los corporativistas ya está causando interesantes reverberaciones en la campaña electoral. La base del Partido Demócrata ha rechazado claramente la versión de “libre mercado” de la economía basada en el efecto de filtración hacia abajo, que ha hecho mucho más por ayudar a esos gerentes de hedge-funds y ejecutivos en sus jets empresariales, que ninguna persona colocada más abajo en la escala económica. Como resultado, tanto Barack Obama como Hillary Clinton se presentan como oponentes al Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA) y de un más reciente acuerdo bilateral de comercio con Colombia, un país en el que la organización de un sindicato o la propugnación verbal de derechos humanos puede costarte fácilmente la vida. El tenor de la actual campaña representa un cambio significativo respecto a los años noventa, cuando los principales demócratas trataban constantemente de establecer su bondad corporativa y de “triangular” su camino hacia la política económica conservadora.
A pesar de todo, ambos candidatos están rodeados de asesores amigos de los negocios cuyos puntos de vista se ajustan bastante bien dentro de un paradigma más antiguo de globalización corporativa, anterior al gobierno de Bush. La tensión entre los activistas anti-NAFTA en la base del Partido y aquellos en las salas de operación de la campaña ha resultado en algunos planchazos embarazosos durante la contienda de las primarias.
Para Hillary Clinton, la más notable involucró a uno de sus principales estrategas, Mark Penn, un individuo con un historial prolongado y corrupto en la defensa de abusos corporativos como cabildero en Washington. Resultó que la firma consultora de Penn recibió 300.000 dólares en 2007 para apoyar el acuerdo de “libre comercio” con Colombia. Incluso mientras Clinton proclamaba su sincera oposición al acuerdo y destacaba la “historia de represión y de asesinatos selectivos de organizadores sindicales” en el país, un participante clave en su campaña planeaba la estrategia con responsables del gobierno colombiano a fin de que el pacto fuera aprobado.
La campaña de Obama se vio ante una molestia similar en febrero. Mientras el candidato se presentaba a la primaria de Ohio como oponente al NAFTA, calificando a ese acuerdo comercial de “error” que ha dañado a la gente trabajadora, su máximo asesor de política económica, el profesor de la Universidad de Chicago, Austan Goolsbee, se reunía con responsables del gobierno canadiense para explicar, como informó un memorando de los canadienses, que las denuncias de Obama eran sólo “posicionamiento político.” Goolsbee afirmó rápidamente que su posición había sido mal interpretada, pero naturalmente el incidente provocó preguntas. ¿Por qué, por ejemplo, había Goolsbee, máximo economista del Consejo de Liderazgo Demócrata, la principal organización de la derecha del partido amiga de las corporaciones, y una persona elogiada como “una valiosa fuente de asesoría en libre comercio durante casi una década,” ha sido colocado para conformar las posiciones económicas de Obama, para comenzar?
Si la presión de la base del partido disminuye después de las elecciones, no sería demasiado sorprendente si se viera que un candidato victorioso volviera al modelo corporativo de Bill Clinton sobre cómo dominar el mundo. Sin embargo, sería más fácil soñar que realizar un retorno a un estilo de política internacional anterior a Bush.
La paradoja neoconservadora
Para desazón de la elite del “libre comercio”, las ideas fundamentalistas de mercado que han dominado el pensamiento internacional de desarrollo durante por lo menos los últimos 25 años están ahora bajo ataque en todo el globo. Es en gran parte por las prescripciones económicas de desregulación, privatización, apertura de mercados, y recortes de los servicios sociales hechas (e impuestas) tan a menudo por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que han resultado ser catastróficas.
En 2003, el Informe de Desarrollo Humano de Naciones Unidas (UNHDP) explicó que 54 países que ya eran pobres, en realidad se empobrecieron aún más durante la era de “libre comercio” de los años noventa. El Guardian británico resumió bien la esencia de ese informe:
“Discrepando de los que han argumentado que las políticas de ‘amor duro’ de las últimas dos décadas han engendrado el crecimiento de una nueva clase media global, el informe dice que el mundo se ha dividido aún más entre los súper-ricos y los desesperadamente pobres. El 1% más rico de la población del mundo (unos 60 millones) recibe ahora tantos ingresos como el 57% más pobres, mientras que el ingreso de los 25 millones de estadounidenses más ricos es el equivalente de casi 2.000 millones de la gente más pobre del mundo.”
Resultados semejantes llevaron al administrador del UNDP Mark Malloch Brown, a llamar en una declaración sorprendentemente directa a un “ataque de guerrilla contra el Consenso de Washington.”
De hecho, un ataque semejante ya está bien encaminado en 2008 – y Washington está una situación mucho más débil desde el punto de vista económico para encararlo. Los países asolados por la crisis financiera asiática de 1997-98, por ejemplo, están acumulando ahora inmensas reservas de divisas extranjeras para no tener nunca más que llegar mendigando al Fondo Monetario Internacional (y al hacerlo sufrir las imposiciones de Washington) en tiempos de crisis. Además, virtualmente toda Latinoamérica se rebela. Más de 500 millones de personas residen en esa región, y más de dos tercios viven ahora bajo gobiernos elegidos desde el año 2000 con mandatos de romper con la economía de “libre mercado,” declarar independencia de Washington, y seguir políticas que realmente beneficien a los pobres.
A fines de abril, el economista Mark Weisbrot señaló que, con tantos países que se liberan de su dominio, el FMI, que otrora dictaba la política económica a gobiernos en dificultades en todo el mundo, no es ahora más que una sombra de lo que fuera en otros tiempos. En los últimos cuatro años, su cartera de préstamos ha caído de 105.000 millones de dólares a menos de 10.000 millones, la mayor parte para sólo dos países: Turquía y Pakistán. Esto deja al Tesoro de EE.UU., que utilizaba a ese organismo para controlar economías extranjeras, con mucho menos poder que en las décadas pasadas. “La pérdida de influencia del FMI,” escribe Weisbrot, “es probablemente el cambio más importante en el sistema financiero internacional en más de medio siglo.”
Es una ironía histórica que los neoconservadores del gobierno de Bush, entusiasmados por el poder militar de EE.UU., ardientes por lanzar sus guerras en Asia Central y Oriente Próximo, y que esquivan a las instituciones multinacionales, hayan ayudado en realidad a fomentar una situación global en la que la influencia de EE.UU. decrece y los países buscan cada vez más caminos independientes. En 2005, el periodista británico George Monbiot lo apodó “la paradoja ignorada en el pensamiento neoconservador.”
Escribió:
“Quieren debilitar el antiguo orden multilateral y reemplazarlo por uno nuevo estadounidense. Lo que no comprenden es que el sistema ‘multilateral’ es en realidad una proyección del unilateralismo de EE.UU., embalado de modo astuto para otorgar a otras naciones sólo suficiente holgura para impedir que lo combatan. Como sus oponentes, los neoconservadores no comprenden lo bien que [los presidentes] Roosevelt y Truman cosieron el orden internacional. Tratan de reemplazar un sistema hegemónico que es perdurable y efectivo por otro que no ha sido probado y que es inestable porque otras naciones deben combatirlo.”
Maltratado por guerras perdidas y la crisis económica, EE.UU. es ahora una superpotencia que va visiblemente cuesta abajo. Y, sin embargo, no existe garantía alguna de que la era venidera produzca un cambio positivo. En un mundo en el que el valor del dólar se derrumba, el petróleo se hace cada vez más escaso en relación con la demanda, y Estados extranjeros aparecen como rivales del poder estadounidense, es posible que ya no exista la posibilidad de seguir con el estilo de unilateralismo de Bush/Cheney o de volver exitosamente al corporativismo multilateral “perdurable y efectivo” de los años noventa. Pero el fracaso de estas opciones indudablemente no tendrá que ver con que no se haya tratado. Incluso con la globalización corporativa en decadencia, los negocios internacionales tratarán de consolidar o expandir su poder. E incluso con un modelo desacreditado de globalización imperial, las fuerzas armadas sobre-extendidas de EE.UU. pueden todavía tratar de aferrarse mediante la violencia.
El verdadero legado del gobierno de Bush puede ser que nos deje en un mundo que está al mismo tiempo mucho más abierto al cambio y que también es mucho más peligroso. Perspectivas semejantes difícilmente desalentarán la tan ansiada celebración en enero. Pero sugieren que una nueva era de batallas de globalización – luchas por edificar un orden mundial que no esté basado ni en la influencia corporativo, ni en el poder imperial – solo acaba de comenzar.