Ya sea por su deseo de escapar de sus propias bajas tasas de aprobación o un deseo de comer tamales mexicanos y arroz con frijoles brasileños, George W. Bush se ha ido de viaje al sur de la frontera. Esta semana el presidente hará escalas en Brasil, Uruguay, Colombia, Guatemala y México en su más largo viaje oficial a Latinoamérica. En momentos en que los sentimientos de animosidad hacia Estados Unidos se han extendido, el viaje servirá como el esfuerzo más concertado de Bush por mejorar las relaciones con la región.
¿Qué probabilidades hay de que sus viajes hagan algo por invertir el sentimiento antiyanqui? No muchas. Nuestros vecinos al sur tienen muchas razones para estar resentidos. Han soportado un enfoque de la Casa Blanca acerca de Latinoamérica que está basado en una concepción fundamentalmente errónea del interés nacional de EEUU.
En un (reciente) discurso, el presidente sostuvo que su viaje significará una actitud nueva, más comprensiva hacia Latinoamérica y sus pueblos, incluyendo las grandes poblaciones que viven en la pobreza. Pero los hechos son más reveladores que las palabras. Pocas cosas dicen más acerca de la visión que la administración Bush tiene de la región que el nombramiento en febrero de John Negroponte como Subsecretario de Estado. Negroponte fue un ardiente promotor de la Guerra Fría que sirvió como embajador en Honduras durante un tiempo en la década de 1980, cuando el país se convirtió en el paraíso de los escuadrones de la muerte y mercenarios contras financiados por la CIA. La promoción de Negroponte dejó bien en claro que la política de Bush está siendo definida por los reaccionarios seguidores de Reagan cuya concepción de las relaciones internacionales se basa en una noción anticuada del poderío norteamericano y la aquiescencia latinoamericana.
La Casa Blanca continua defendiendo para la región políticas económicas fallidas y parece apreciar la democracia solo cuando las elecciones latinoamericanas colocan en un cargo a un compinche pronorteamericano. Esta práctica de hacer política de retaguardia no tiene probabilidades de hacer cambiar el rumbo a una región que cada vez se hace más independiente. Una política exterior que realmente valora los procesos democráticos y muestra genuina preocupación por los pobres de la región tendría más posibilidades de ganar aliados que la mano dura diplomática y la injerencia eleccionaria que tan a menudo han marcado las relaciones norteamericanas con nuestros vecinos del sur. Sin embargo, tal política sigue siendo un sueño remoto.
Un destino peor que el abandono
El fracaso de las políticas norteamericanas anteriores no es meramente un problema de la actual administración; también significa un reto para los demócratas. Antes de ganar la mayoría en el Congreso, los demócratas aseguraban que el Presidente no había prestado suficiente atención a Latinoamérica. En 2004, John Kerry argumentó en su campaña que la política latinoamericana de Bush estaba marcada por el “abandono, el no haber apoyado adecuadamente a las instituciones democráticas y la diplomacia inepta”. Desde entonces, varios demócratas han repetido la acusación, usando el lenguaje del “abandono” siempre que se menciona a Latinoamérica.
Sin embargo, ahora que los demócratas tienen más poder, esta observación ya no es suficiente como posición en los asuntos hemisféricos. Bajo el Presidente Clinton, la política demócrata hacia Latinoamérica se dedicó a promover un agresivo plan de “libre comercio” y a obligar a los países pobres a que adoptaran un camino hacia el desarrollo favorable a las corporaciones. Después de todo, Clinton fue el presidente que hizo que se aprobara el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (ALCAN) por un Congreso controlado por los demócratas. Clinton previó la ampliación del ALCAN a todo el hemisferio por medio de área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). (Afortunadamente el ALCA fue enterrado en años recientes por olas de resistencia popular, así como por el desinterés de la nueva generación de presidentes progresistas que ha llegado al poder en países de toda la región.)
El neoliberalismo económico al estilo de Clinton no logró el beneficio de la mayoría de los latinoamericanos, y este fracaso es la raíz misma del reciente viraje a la izquierda de la región. Políticas como la privatización de industrias públicas, el recorte del gasto social del gobierno, y la desregulación de sectores financieros pueden haber desbrozado el camino para que se extendieran las corporaciones transnacionales. Sin embargo, produjeron dos décadas de crecimiento abismal del PIB en Latinoamérica. Mientras que una pequeña elite se hizo fantásticamente rica, la mayor parte de la gente en la región tuvo pocas mejoras, si acaso tuvo alguna, en su nivel de vida.
Se suponía que la década de 1990 sería la de la prosperidad globalizarte. Sin embargo, el Fondo Monetario Internacional (FMI) informó en 2001 que “casi 36 por ciento de la población de Latinoamérica y el Caribe vive por debajo del límite de pobreza -la misma proporción que hace una década”. Esta cifra no incluye de ninguna manera al número de ciudadanos que apenas logran sobrevivir dependiendo del dinero enviado por familiares que han emigrado al norte. Es más, la riqueza que se ha producido en la región no ha sido compartida equitativamente. Como explica un informe del Banco Mundial en 2003, “El diez por ciento más rico de la población de Latinoamérica y el Caribe reciben el 48 por ciento del ingreso total, mientras que el diez por ciento más pobre recibe tan sólo 1,6 por ciento”.
últimamente el elitismo económico se ha estrellado contra el voto popular. Candidatos acomodados que prometen políticas pro-norteamericanas están aprendiendo que es difícil ganar una elección si solo se tiene el apoyo del diez por ciento más rico de la población. Evidentemente el pueblo latinoamericano está harto de los pálidos resultados del neoliberalismo, y con razón.
Los demócratas que proponen un retorno a la política de la era de Clinton que valoriza los “mercados libres” por encima de todo no han aprendido esta lección clave. Puede que prometan prestar mayor atención a Latinoamérica, pero no hay garantía de que tal atención sea algo favorable. Debido a sus relaciones anteriores con Estados Unidos, los latinoamericanos son muy concientes de que hay cosas peores que el olvido. Depende de los demócratas ofrecer una visión positiva del interés nacional de Estados Unidos que pueda trascender tanto el enfoque de Guerra Fría de Bush a los asuntos hemisféricos como la fracasada globalización corporativa que aún favorecen segmentos del partido.
Más allá de Hugo Chávez
Una de las presiones básicas que motivan la acción de EEUU para mejorar su imagen en Latinoamérica es el ascenso del venezolano Hugo Chávez como un formidable rival ideológico. El más franco de los presidentes latinoamericanos a la izquierda del centro, Chávez ha fortalecido su popularidad al usar los inesperados beneficios de los altos precio del petróleo para financiar iniciativas antipobreza en Venezuela y en el exterior. En años recientes ha enviado más de $16 mil millones de dólares en ayuda al extranjero, con infusiones especialmente significativas a Bolivia y Argentina. Chávez ha llegado hasta a enviar combustible subsidiado de calefacción a familias que de otra manera hubieran pasado frío en barrios pobres de la Ciudad de Nueva York, Filadelfia y otras ciudades norteamericanas.
Sin dudas se pueden hacer críticas al estilo de gobierno de Chávez, pero la rabiosa Casa Blanca de Bush y los principales periódicos que han seguido su guía han perdido todo sentido de la proporción en su airada reacción ante la “diplomacia de chequera” de Venezuela. Las denuncias hacen parecer como si Venezuela no tuviera ninguna visión humanitaria en cuanto a ayudar a los que lo necesitan, y como si el dinero que EEUU envía como ayuda al extranjero se ofreciera por pura e intachable benevolencia. Dada la bien establecida preocupación ideológica de la administración de Bush por el gobierno reducido y su desagrado por las redes sociales de seguridad, no hay mucha credibilidad en pronunciarse acerca de la manera apropiada de utilizar las ganancias de los recursos petroleros. Tal como están las cosas, el ejemplo de Venezuela es poderoso y persuasivo en una región que está lista para aceptar políticas económicas más equitativas.
Chávez ha dicho que la intención del viaje de Bush es el de “dividir a Latinoamérica”. Tiene razón. Una de las principales estrategias de la Casa Blanca para el manejo de nuevos gobiernos progresistas ha sido el de denunciar los vagamente ominosos peligros del “populismo” y tratar de separar a los “buenos” izquierdistas latinoamericanos de los “malos”. Bush ha decidido visitar países donde él cree que puede alejar a sus líderes de un bloque regional liderado por Chávez.
Pero las verdaderas razones van más allá de Chávez, y los que quieren culpar de nuestro problema de imagen de país en Latinoamérica a un solo antagonista ignoran una realidad esencial: ser aprobado por Estados Unidos no ha resultado muy satisfactorio. En Brasil, donde el Presidente Lula da Silva ha trabajado para mantener buenas relaciones con el FMI y la Tesorería de EEUU, principalmente siguiendo los mandatos económicos neoliberales, el crecimiento del PIB durante los últimos cuatro años ha promediado solo 2,6 por ciento. Esto sitúa a Brasil junto a Haití y el Salvador entre las economías de más lento crecimiento del hemisferio. Mientras Lula continúa estructurando los presupuestos de su gobierno alrededor de los enormes pagos de la deuda a los prestamistas ricos, le quedan pocos fondos para su programa insignia en contra del hambre y otras iniciativas sociales.
En contraste, Argentina ha tenido un aumento de 45 por ciento en el crecimiento económico desde 2002, cuando rompió con el Consenso de Washington, obligó a los acreedores a reestructurar su deuda y comenzó a adoptar una línea dura con el FMI, cuyas recomendaciones habían ayudado a producir la profunda crisis económica de ese país en 2001.
Los gobiernos latinoamericanos son bien concientes de las cifras. Se encuentran bajo la presión de la airada y animada ciudadanía de la región para que forjen un camino más independiente e igualitario hacia el desarrollo que el que está ofreciendo EEUU. De eso se trata la democracia. Y no debiera considerarse un fracaso de política exterior que nos adaptemos a ella.