En el centro de la página principal de CostOfWar.com, una cinta ascendente en letras rojas grandes lleva una cuenta constante del dinero gastado por EEUU en Irak. Cada vez que visito el sitio me lleva un momento pasar por los decimales de la cuenta. Los cientos de dólares pasan demasiado rápido. Los miles cambian a mayor velocidad que uno por segundo. En el momento en que escribo esto, la cuenta va por $239 302 273 144.
Vale la pena mirar por un rato para ver las enormes sumas que se acumulan. Pero este ejercicio en contabilidad de tiempo de guerra pronto se vuelve insatisfactorio. Ante todo, pocos norteamericanos tienen un marco de referencia para evaluar una cifra como $239 mil millones. El Proyecto de Prioridades Nacionales, organización que patrocina el contador, intenta remediar esto permitiendo a los visitantes comparar los costos de guerra con los gastos para la enseñanza pre-escolar, cuidados de salud y viviendas por cuenta del estado, señalando, por ejemplo, que esa cantidad de dinero podría permitir la inmunización básica de todos los niños nacidos en el mundo durante los próximos 79 años. Aún así, la enorme cifra en aumento en la pantalla no resulta ser una medida para lo que finalmente lleguemos a pagar por la guerra. En dependencia de cuál estimado se use, podría equivocarse en casi un factor de diez. Después de todo, no tiene lugar para los billones.
Entonces, ¿cuánto costará la guerra? Ocasionalmente la pregunta aparece en los medios, nunca un tema nuevo, tampoco nunca un tema zanjado. Sin embargo, hay algunas certezas acerca de los costos de la invasión y ocupación de Irak. Una es que siguen aumentando. Ahora el presidente ha presentado al Congreso un presupuesto de “cañones en vez de mantequilla” que incrementa los gastos del Pentágono hasta $440 mil millones, mientras retira fondos de los servicios sociales internos y de la ayuda al desarrollo en el exterior. Una de las grandes curiosidades de esta gigantesca suma es que no incluye el financiamiento para las guerras que estamos realizando actualmente. Estas son asignadas aparte–este año, se dice que la Casa Blanca pedirá otros $120 mil millones para operaciones militares en Irak y Afganistán, aproximadamente igual a lo que gastó en 2005.
Otra certeza de la contabilidad de tiempo de guerra es que el costo de la guerra en Irak seguirá siendo mucho mayor de lo que la administración Bush desea que la gente piense. Ya es astronómicamente superior al estimado inicial de $50-60 mil millones que se usó para venderle su guerra al público. La cifra estaba destinada a conjurar recuerdos de la anterior Guerra del Golfo–Operación Tormenta del Desierto-, un enfrentamiento que los norteamericanos recuerdan como rápido y relativamente indoloro, en parte debido a que un conjunto de aliados ayudó a pagar la factura. EEUU puso sólo $7 mil millones por ese conflicto. El otro truco mágico de la administración fue hacer desaparecer a Larry Lindsey, el asesor económico de la Casa Blanca que sugirió públicamente a fines de 2002 que un regreso militar a Irak costaría una cifra cercana a los $100-200 mil millones.
Desde que cayó Bagdad, varios analistas han buscado mejores estimados del verdadero costo de la guerra. En agosto de 2005, Phyllis Bennis y Erik Leaver, del Instituto para Estudios de Política, dieron a la publicidad una ponencia en la que pronosticaban que el costo total llegaría a $700 mil millones, al ritmo de entonces de $5,6 mil millones al mes. Al igual que el conteo de CostOfWar.com, esta cifra incluía solamente los gastos directos.
La semana pasada, el Premio Nóbel de Economía Joseph Stiglitz, junto con Linda Bilmes de la Universidad de Harvard, dieron a la publicidad un informe que adoptaba una visión más amplia. Sugiriendo el costo humano de la ocupación–la cual, por supuesto, requiere de su propia página terrible en el libro mayor de la contabilidad de tiempo de guerra–el informe incluía el “valor de vida estadístico” asignado por el gobierno a soldados muertos en combate. (No incluía la pérdida de vidas iraquíes.) Contabilizaba partidas como los costos de cuidado de salud para veteranos heridos, aumento del gasto de reclutamiento para un Pentágono en apuros, y los costos de oportunidad de inversiones públicas más productivas que pudieran haberse hecho si los fondos no se hubieran desviado al exterior. Siguiendo los pronósticos de la Oficina Congresional del Presupuesto acerca del despliegue de tropas, el informe considera las posibilidades de una retirada total de EEUU entre 2010 y 2015. En total, los dos economistas sitúan el costo entre $1 billón (el estimado más “conservador”) y $2,2 billones (el más “moderado”).
Sesenta mil millones, 239 mil millones, 2,2 billones. Mientras más cifras aparecen, más necesario se hace cambiar la pregunta. El verdadero asunto no es “¿Cuánto va a costar?”, sino “¿Cuándo empieza a importar?”
Los puntos de viraje de Viet Nam
Las respuestas brindadas por experiencias pasadas son imperfectas. El Oxford Companion a la Historia Militar Norteamericana sitúa los costos directos de la Guerra de Viet Nam en $173 mil millones (que significan $770 mil millones a los precios de 2003). Los beneficios a veteranos y pagos de intereses agregan otro billón a los costos de Viet Nam, según los precios de 2003. Por tanto, los estimados para el costo de la guerra de Irak ya sitúan a los dos conflictos en niveles similares, aunque los gastos de Viet Nam representaban un porcentaje mayor del Producto Interno Bruto.
No parece haber un momento único en el que los costos se hacen demasiado grandes. Partidos distintos llegan a punto de decisión en momentos diferentes, y determinan independientemente que la “victoria” no vale la pena el precio que se paga. El descontento se incrementa a medida que suben los costos financieros y humanos. Así que buscar los puntos de viraje, en Viet Nam o en Irak, implica cambiar de nuevo la pregunta. Debemos preguntar no sólo “¿Cuán caro es demasiado caro?”, sino también “¿Demasiado caro para quién?”
Para muchos que se opusieron a la guerra por razones morales, el conflicto fue demasiado caro desde el principio. Las vidas y el dinero sacrificados desde entonces sirven meramente como afirmaciones trágicas de un convencimiento al que ya se había llegado. Sin embargo, otros que tradicionalmente apoyan más las decisiones presidenciales de llevar a EEUU a la guerra, pueden ser convencidos por los costos en aumento, una vez que no llega la victoria.
Uno de los puntos de viraje de Viet Nam llegó a fines de 1967, cuando por primera vez las encuestas de opinión mostraron que una pequeña mayoría de norteamericanos consideraba que el conflicto era un “error”. La magnitud de esta mayoría subió en flecha después de la Ofensiva del Tet en enero de 1968. En un momento clave después de aquella arremetida, el conductor del programa de TV Noticias CBS, Walter Cronkite, se hizo eco y al mismo tiempo solidificó el sentimiento público al indicar de manera que luego se hizo famosa que EEUU no podía ganar la guerra.
“Decir que hoy estamos más cerca de la victoria es creer, vista la evidencia, a los optimistas que en el pasado estaban equivocados”, dijo a sus televidentes. “Decir que estamos entrampados en un punto muerto puede ser la única conclusión realista, aunque insatisfactoria.”
Las malas noticias provenientes del frente de guerra ayudaron a que el público diera un vuelco, pero la disensión interna influyó en conformar las reacciones del público a lo que sucedía en el extranjero. Las mismas encuestas de 1967 que registraron la primera mayoría en contra de la guerra también mostraron que la mayor parte de los norteamericanos deploraban el creciente movimiento en contra de la guerra. Sin embargo, los que protestaban contra la guerra hicieron un impacto crítico (y a veces inesperado). El historiador Melvin Small ofrece un ejemplo de cuando “el movimiento antiguerra afectó dramáticamente la política”. Después de protestas masivas en el Pentágono en octubre de 1967, “Lyndon Johnson lanzó una campaña de relaciones públicas que hacía énfasis en lo bien que iba la guerra. Cuando (entonces) los comunistas lanzaron su aparentemente exitosa ofensiva nacional del Tet, la mayor parte de los norteamericanos pensaron que habían sido engañados por su propio gobierno”.
Un vuelco de la opinión de élite siguió al descontento público. Aunque raras veces se recuerda, la defección de una comunidad de negocios que apoyaba anteriormente al gobierno fue parte importante de este vuelco. Una falta de entusiasmo de los negocios por la guerra surgió por la situación militar en Viet Nam. Pero también fue incentivada por los baches económicos relacionados con la guerra (los cuales tienen resonancia hoy). Como explica Small, “Para muchos economistas, los últimos años verdaderamente buenos para la economía fueron de 1962 a 1965, con empleo casi total, muy baja tasa de inflación y una balanza comercial favorable”. A medida que escalaba la guerra, “una balanza comercial cada vez más desfavorable, relacionada en parte con el gasto para la guerra en el exterior, contribuyó a una crisis monetaria internacional que implicó una amenaza a las reservas norteamericanas de oro en 1967-1968. La amenaza ayudó a convencer a algunos funcionarios de la administración y a analistas de Wall Street que Estados Unidos ya no podía costear la guerra”.
En marzo de 1968, Clark Clifford desempeñó un papel vital en convencer a un Lyndon Johnson hecho un tenaz halcón que entre los patrocinadores influyentes había tenido lugar un cambio sísmico. Clifford era un prototipo de los enterados de Washington, un abogado culto y bien relacionado que por décadas había servido como asesor del presidente y mantenido estrechas relaciones con los gigantes corporativos de Estados Unidos. él se sentía cómodo diciendo la verdad a los poderosos y los poderosos escuchaban, pues sabían que Clifford lo hacia por el bien de ellos.
En enero de 1968 Clifford reemplazó a Robert McNamara como Secretario de Defensa. Aunque había sido reclutado como halcón, se formó una nueva valoración de la guerra después de examinar las realidades militares y pedir a sus adinerados contactos que evaluaran la visión que existía en el país. El historiador Gabriel Kolko cita los recuerdos de Clifford en marzo de 1968, cuando dijo a varios ayudantes de la Casa Blanca: “Tengo por costumbre mantener el contacto con amigos en el campo de los negocios y del derecho en todo el país… Hasta hace unos meses en general apoyaban la guerra… Ahora todo eso ha cambiado. Estos hombres ahora consideran que estamos empantanados sin remedio”. Prosiguió diciendo: “Sería muy difícil–creo que sería imposible–para el Presidente mantener el apoyo público a la guerra sin el apoyo de esos hombres.”
Ese mismo mes, Clifford ayudo a organizar una reunión de dos días entre el Presidente Johnson y su Grupo Asesor Principal de Viet Nam–apodado “Los Sabios”. Eran operativos y diplomáticos veteranos con poderosas conexiones con las comunidades de negocios y financiera. Como relata David Halberstam en Los mejores y más inteligentes, ellos “hicieron saber calladamente (a Johnson) que el Establishment–sí, Wall Street–se oponía ahora a la guerra. Estaba haciendo daño a la economía, dividiendo al país, poniendo a la juventud en contra de las mejores tradiciones del país”. Como señala el economista libertario Murray Rothbard, pocos días después Johnson anunció que no buscaría la reelección e inició a EEUU en su largo camino de retirada de Viet Nam.
Irak: La política de la retirada
Aunque las evidentes figuras de “Los Sabios” de este momento como Brent Scowcroft, el confidente de Bush padre, siguen ignorados cuando se trata de las políticas de Bush el joven en Irak, los líderes de negocios forman un grupo que pudiera dar un vuelco por medio de un análisis de costo-beneficio acerca de la guerra de Irak. En su informe, Stiglitz y Bilmes consideran, entre otros factores, la forma en que la guerra ha dañado la economía al incrementar la inseguridad global e interna, mientras contribuye al incremento de los precios del petróleo.
Fuera de unas pocas compañías energéticas y contratistas de defensa que continúan beneficiándose directamente, las corporaciones norteamericanas por regla general han sido afectadas en sentido adverso por estos costos. Un número significativo de líderes corporativos han comenzado a quejarse de un daño a la imagen de marca de Estados Unidos y de un clima frío para los negocios en el exterior. Ciertamente los líderes de negocios tienen razón para dudar de que una política exterior neoconservadora funcione a su favor, y puede que lleguen a decidir asumir sus pérdidas. Si algunos directores generales y otros ejecutivos reevalúan su fidelidad a la Casa Blanca–convirtiéndose en seguidores más explícitos del realismo en una política exterior republicana o incluso del tipo multilateral de globalización corporativa del Consejo Demócrata de Liderazgo–el viraje podría hacer significativamente más polémica la discusión acerca de la guerra en las próximas contiendas electorales.
En cuanto al público en general, las encuestas acerca de Irak comenzaron a mostrar una desaprobación mayoritaria ya desde el verano de 2004. La opinión ahora en contra de la guerra regularmente llega hasta el 60%. John Mueller, profesor de ciencias políticas en la Universidad Estatal de Ohio y experto en opinión pública en tiempos de guerra, ha argumentado que la erosión del apoyo a la guerra de Irak se equipara con los patrones de las guerras de Corea y Viet Nam. “Lo más sorprendente acerca de la comparación entre las tres guerras es cuán más rápidamente se ha erosionado en el caso de Irak”, escribe en Foreign Affairs. Para principios del año pasado, con solo 1 500 soldados norteamericanos muertos, la opinión pública acerca de Irak había caído a niveles solo alcanzados en la guerra de Viet Nam después del Tet, cuando habían muerto unos 20 000 norteamericanos.
Mueller llega a la conclusión de que “Si la historia sirve de algún indicio, hay poco que la administración Bush pueda hacer para invertir este descenso”.
Eso pudiera ser causa para celebrar, si solo fuera el fin de la historia. La formulación de Mueller puede parecer sencilla, incluso determinista, pero la realidad de la retirada no lo es. Es cierto, el apoyo público nunca rebotó después de marzo de 1968. Sin embargo, el conflicto prosiguió otros cinco años. El conteo de aquella intervención siguió aumentando porque el Presidente Richard Nixon y su Asesor de Seguridad Nacional Henry Kissinger estaban dispuestos a tomar la tragedia que hizo Johnson y adoptarla como propia. Una lección ahora para nosotros es que ningún patrón fijo garantizará un fin satisfactorio a la situación que enfrentamos, una situación en la que otra guerra impopular amenaza con estirarse durante años.
El meollo de la cuestión es que la mayoría de este país ya ha decidido que la guerra en Irak se ha hecho demasiado cara. Los norteamericanos han rechazado la perspectiva de financiar una ocupación enorme y prolongada. En ese sentido, ya hemos llegado al punto de viraje.
Las preguntas acerca del precio de la guerra siguen resurgiendo porque hay un argumento creíble para la mayoría de los norteamericanos de que el precio es razonable, pero porque nuestros funcionarios electos hasta ahora solo han elevado esos costos aún más. Lo que queda, pues, es que el público responsabilice a aquellos que quieren llevar adelante la cruzada neoconservadora–hacer que paguen en la vida pública por adoptar esa posición. Lo que queda es equiparar el precio político de la guerra con el costo humano y financiero que continuaremos soportando.