Casi al principio de Ficciones políticas, su más reciente colección de ensayos, Joan Didion habla de cuando era adolescente e iba a pasar el tiempo a las gasolineras. Allí, explica ella, conoció a amigos que no se habían destacado en el aula ni aspiraban a un cargo electivo. En su lugar, “fueron conscriptos en el servicio militar y pasaron el entrenamiento básico en Fuerte Ord. Se habían acostado con sus novias y se habían casado con ellas, habían comenzado lo que llamaban el resto de su vida con un viaje en auto a Carson City y una ceremonia de cinco dólares celebrada por un juez de paz que no se había quitado el pijama”.
En otras palabras, esos con los que Didion se sitúa, eran gente común que siguieron vidas comunes. Y fueron la clase de personas, en su desafección política, que ella tenía en mente cuando conformó la tesis de su libro: que un grupo elite de expertos, cabilderos, y operativos define los términos de la discusión “democrática” en este país. Que con las noticias contenidas en sus notas de prensa, discursos en C-SPAN y los programas de comentarios del domingo, ellos crean una visión aceptada de la “experiencia norteamericana” que en realidad está muy distante de las preocupaciones verdaderas de la gran mayoría de los ciudadanos.
A estas noticias, a estas “fábulas” autojustificables de “la clase política profesional permanente de la nación” se refieren las ficciones del titulo del libro. Su consecuencia es el ahuecamiento de la democracia, el desliar la capacidad de la gente para influir de manera significativa las decisiones públicas que afectan sus vidas. La colección de Didion contiene ocho ensayos, todos reconstituidos a partir de materiales que ella escribió para The New York Review of Books entre 1988 y 2000. Cada uno parece una condena. Los ensayos traen a la luz distintos aspectos malvados del “proceso” de la política fundamental (“El proceso”, según palabras de Tom Hayden, citado sin compasión, que ostensiblemente “da a todos la oportunidad de participar”) y los destruye bajo la lupa de la crítica.
Didion comienza sus investigaciones durante las elecciones primarias de 1988 y termina examinando el proceso de destitución contra Clinton y su impacto posterior en las campañas de 2000. Anteriormente utiliza una mirada tras las bambalinas a las campañas para revelar la vacuidad de las convicciones de los candidatos en el escenario. La clase política, asegura ella, se preocupa menos por la sustancia que por las apariencias—”acerca del ‘toma y daca’ y distritos electorales y posicionar al candidato y distanciar al candidato, acerca de la ‘historia’ y cómo ‘se ve’.” Luego Didion cuestiona si una vez electos los políticos y sus funcionarios se despojan de su desprecio por la inteligencia del público. En una escena memorable, los encargados de manipular la cobertura de prensa del viaje del ex Presidente Bush por el Medio Oriente, exigen “que en cada escala del itinerario haya camellos presentes”.
Ella también condena a la prensa por venderse al sistema. Los reporteros venden su objetividad a cambio de “acceso” y terminan por ser facilitadores, al contar “el hecho no como está ocurriendo sino como es presentado, que quiere decir fabricado”. Didion demuestra que hacer distinciones entre los comentaristas contratados por los periódicos y los administradores de medios que pertenecen al personal político (una respetada distinción en el mundo periodístico) es tan pertinente como diferenciar a los escuadrones paramilitares de la muerte del régimen dictatorial que los patrocina.
Muchos de los ensayos están marcados por la manera en que la autora toma argumentos comunes y los presenta con fuerza brutal. Mucho después de que esas opiniones hayan estado en los titulares, Didion argumenta con vehemencia que Ronald Reagan fue más un actor que un líder, que la Casa Blanca mintió desvergonzadamente a fin de encubrir la matanza en El Mozote, que el proceso de destitución a Clinton estaba motivado políticamente y que Gore hizo mal en distanciarse de Clinton durante su campaña presidencial. Y sin embargo, su uso de ideas recicladas no carece totalmente de ambición. Es como si ella estuviera tratando de defender la santidad de la evidencia y la lógica en contra de la corrosiva influencia de la “versión” política. Al usar todo el peso del análisis posterior al hecho, ella asegura que aquellos argumentos no eran sólo “posiciones” partidistas o puntos de vista discutibles. Eran la verdad.
Su éxito en este empeño varía de un ensayo a otro. La medida de la eficacia de la crítica de Didion en toda su carrera ha sido su comprensión de lugar. Su poderoso análisis cultural a partir de los años 60 estaba alimentado por una capacidad de evocar un sentido de su California natal como una tierra intranquilizadora e inexplicablemente violenta. El mismo sentido la limitó cuando, a principios de los 80, ella viajó hasta El Salvador en guerra, un lugar donde sus sentimientos estremecidos no eran muy originales. Ahora, con Ficciones políticas, Didion se dedica a Washington, D.C., o más precisamente a “la circunvalación”—un local político creado, más espiritual que geográfico. Y aquí ella se esfuerza por despiezar las narrativas preferidas (“las luces del Ala Oeste alumbran hasta bien tarde mientras los adictos al trabajo se esfuerzan”) que el lugar usa para autodefinirse.
Sin embargo, este esfuerzo es obstaculizado por el hecho de que la colección contiene poco reportaje, particularmente en su segunda mitad. Los ensayos estuvieron enmarcados originalmente, al menos en sentido general, como críticas de libros. El resultado es que el trabajo se aleja de la política. En su lugar se convierte en una reflexión acerca de la meta-política—la retórica y auto imagen del proceso, tal como es presentada en memorias y monografías y revelaciones publicados por enterados de la política. Al escribir en este tono, Didion puede notar brillantemente que “el número de medallas concedidas” por la invasión a Granada “llegó a ser mayor que el número de combatientes”. Pera ni siquiera ella discute a Granada como una realidad militar. En su lugar es algo un poco más abstracto, “una pieza simbólica” usada por los conservadores para definir la política exterior de Reagan. Aquí no lanzar lodo porque la autora, al adoptar el papel de crítica literaria, mantiene varias capas de distanciamiento entre ella y el lodo político.
Esto, por lo tanto, nos lleva a un último lugar que es significativo para el trabajo de Didion: Nueva York. Como el argumento central de Ficciones políticas tiene que ver con lo elitistas e innatas que son las conversaciones en Washington, es justo preguntar por el lugar acerca del cual está escribiendo Didion. En varios momentos de su libro ella mina su pose original de persona común y corriente, y llega incluso a mencionar casualmente que agasajó a Jerry Brown en su apartamento de Manhattan durante una escala que Brown hizo en su campaña como candidato presidencial. Tales apartes subrayan lo que debiera ser evidente—que después de haber disfrutado de más de 30 años de renombre bien ganado como aguda observadora y estilista de prosa impecable, Didion no ha llevado una vida ordinaria. Es más, ella se mueve en los círculos culturales cosmopolitas que no son menos exclusivos y cerrados que los círculos políticos que ella critica en sus ensayos. Puede que ella alguna vez haya desperdiciado las horas en el aparcamiento de una gasolinera, pero ahora pasa su tiempo en el Review of Books.
No obstante, la indignación de Didion por las situaciones políticas, que muchas personas en avanzado estado de cinismo han llegado a dar por sentadas, es genuinamente refrescante. Aunque ella no puede pasar realmente por una populista verdadera, y aunque ella nunca llega a atreverse a adoptar una verdadera militancia, su crítica incisiva brinda una valiosa guía de un período de 12 años en el que grupos cada vez más pequeños de electores tuvieron influencia en el proceso político y “la mitad de los ciudadanos de la nación tenían sólo una relación de vasallos con el gobierno bajo el cual vivían”. Ya sea que esta constituya o no una nueva tendencia, vale la pena combatirla. No tenemos que considerarnos inocentes para sentirnos indignados.