Hace veinticinco años, el 24 de marzo de 1980, el Arzobispo Oscar Romero fue asesinado en San Salvador mientras celebraba misa. Durante los años anteriores a su asesinato, Romero se había distinguido como defensor absoluto de los salvadoreños pobres, lo que le hizo uno de los mejores representantes de la teología de la liberación que estaba dando nueva vida a la iglesia católica en Latinoamérica durante las décadas del 70 y del 80.
Hoy haríamos bien en recordar a Romero como ejemplo de valentía moral en una época de guerra. Pero su historia también es significativa porque El Salvador ha sido usado repetidamente por la actual administración Bush como un paralelo de la situación en Irak.
Durante el largo conflicto en El Salvador, que se extendió desde fines de los 70 hasta 1992, el gobierno del país y sus escuadrones paramilitares de la muerte asesinaron a unos 75 000 ciudadanos. En 1993 una Comisión de la Verdad patrocinada por Naciones Unidas confirmó que esas fuerzas se dedicaron en especial a atacar a disidentes políticos, sindicalistas, ministros religiosos y trabajadores por los derechos humanos.
Romero fue decidido en su respuesta a esta situación. Insistió en la necesidad de “denunciar las estructuras sociales que crean la miseria (del pueblo) y la perpetúan”. Cuando sus sacerdotes fueron atacados como parte de la represión oficial, Romero declaró sin temor: “Me alegro de que hayan asesinado a sacerdotes en este país, porque sería muy triste si en un país donde están asesinando tan horrorosamente al pueblo no hubiera sacerdotes entre las víctimas”.
El día antes de ser asesinado Romero hizo un “llamado especial” en su sermón dominical, en el cual apeló a los soldados a que obedecieran “a su conciencia en vez de una orden pecaminosa”. En sus palabras transmitidas por radio a todo el país, dijo: “Les imploro, les pido, les ordeno en nombre de Dios: detengan la represión”.
La petición de Romero estaba dirigida no sólo el ejército salvadoreño, sino también a Estados Unidos.
Lamentablemente EEUU tuvo un papel significativo en apoyar al gobierno responsable de graves abusos de derechos humanos. Seis semanas antes de su muerte, Romero escribió al Presidente Jimmy Carter, advirtiéndole de que el aumento en ayuda militar “indiscutiblemente provocaría mayor injusticia y represión al pueblo organizado, cuya lucha a menudo ha sido en favor de los más básicos derechos humanos”. Carter, temeroso de que le adjudicaran una “nueva Nicaragua”, ignoró la advertencia.
Los presidentes Reagan y George H.W. Bush enviaron posteriormente cientos de millones de dólares en armamentos, ayuda y asesores. Cuando el régimen salvadoreño utilizó ese apoyo para usos asesinos, funcionarios como Elliott Abrams construyeron sus carreras en la negación, el ocultamiento o la minimización de los abusos. (Actualmente Abrams es el recién nombrado vice asesor de seguridad nacional del actual Presidente Bush, y responsable de la coordinación de los esfuerzos de la administración por “promover la democracia” en el exterior.)
Todo esto pudiera relegarse a los anales de la historia de la Guerra Fría, excepto que en los últimos meses algunos funcionarios, entre ellos el vicepresidente Dick Cheney y el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld, han presentado a El Salvador como modelo de exitosa intervención norteamericana, pertinente para Afganistán e Irak. Ellos citan las elecciones salvadoreñas de principios de los años 80 que EEUU ayudaron a celebrar–dejando de mencionar que fueron una farsa en la que el voto era obligatorio y los miembros de la oposición blancos de la represión. Además, el conflicto lleno de atrocidades continuó durante una década después de que se adoptaran los acuerdos de paz. Eso no parece un camino deseable cuando se aplica a la situación en Irak.
Más preocupante aún es lo que estas referencias revelan acerca de la comprensión de la Guerra Fría que existe ahora en Washington. El martirologio de Romero ha hecho poco para alterar la visión de los conservadores de que las “guerras sucias” latinoamericanas eran asunto, según las palabras de The Weekly Standard, de “totalitarismo vs. democracia–el bloque soviético vs. el Mundo Libre”. Los halcones atacan a cualquiera, desde Romero a John Kerry, que se atreva a vincular los levantamientos en Centroamérica con “factores socioeconómicos tales como la pobreza”.
Mientras que la propia Guerra Fría es resucitada como modelo para la “guerra contra el terror”, los guerrilleros de El Salvador se convierten en “terroristas” y el apoyo norteamericano a gobiernos militares es incluido en la declaración retórica de Bush de que “desde el día de nuestra fundación”, EEUU ha buscado el “gran objetivo de acabar con la tiranía”.
Al recordar a Romero, nuestro reto es promover una nueva narrativa de la Guerra Fría que brinde una valoración realista de las acciones de Estados Unidos en el pasado y asegure de que un verdadero compromiso con la libertad exija el autoexamen. Hasta que nuestro país no acepte su papel en la historia del conflicto de El Salvador, estaremos condenados a aceptar una visión de la infalibilidad de EEUU, lo cual no nos permite apreciar el ejemplo moral de Romero ni garantizar que hechos como los que provocaron su asesinato se repitan.