Aunque fue hace un par de semanas que hizo erupción el escándalo relacionado con los abusos a prisioneros iraquíes, nuestro país está apenas comenzando a enfrentarse al tema de la tortura. A estas alturas, la mayoría de los norteamericanos ha visto al menos algunas de las horribles fotos de la prisión de Abu Ghraib. Sabemos que faltan muchas más.
En su testimonio ante el Congreso, el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld advirtió que el gobierno posee fotos y un video de naturaleza sádica, cruel e inhumana. El Senador Lindsey Graham (republicano por Carolina del Sur), que ha visto este material, advierte que “No estamos hablando de hacer sufrir a personas una experiencia humillante –estamos hablando de violación y asesinato y de algunas acusaciones muy serias”.
Esta es una triste noticia. Pero quizás sea mejor que una evidencia de tal naturaleza salga a la luz. Sobre la base de nuestra cobertura nacional de noticias, muchos norteamericanos han sido persuadidos de que el escándalo actual es “solamente” un asunto de humillación sexual. Esta percepción le permite a Rush Limbaugh comparar el abuso con una broma de iniciación universitaria, argumentar que los actos de los carceleros fueron “comprensibles” debido a las tensiones de la situación iraquí.
“¿Saben?”, dijo Limbaugh en defensa de los soldados, “a esta gente le disparan todos los días. Estoy hablando de gente que se está divirtiendo, esta gente, ¿saben ustedes lo que es un alivio emocional? ¿Han oído hablar de la necesidad de soltar un poco de vapor?” El consejo de Limbaugh es “dejarlo pasar”.
El informe interno del ejército norteamericano, escrito por el Mayor General Antonio M. Taguba, no es tan galante. Describe abusos “sádicos, flagrantes y perversos” a los cautivos de nuestro país, actos como “romper luces químicas y verter el líquido fosfórico sobre los detenidos” y sodomizar a un detenido con una luz química y quizás con un palo de escoba”.
En la ya famosa serie de diez fotos publicadas en línea por la revista New Yorker, la novena imagen –que ha recibido mucho menos atención que las que exhiben humillación sexual– muestra el cadáver de un prisionero del que se abusó, empaquetado en hielo, y que según el informe de Taguba sugiere que puede haber muerto durante el interrogatorio. Al menos diez incidentes de prisioneros iraquíes muertos bajo custodia de EEUU están siendo investigados actualmente, según el Pentágono.
Mucho se ha dicho ya acerca de que los abusos en Irak no son casos aislados en el contexto posterior al 11/9 –de cómo monitores de los derechos humanos han hecho acusaciones desde hace tiempo acerca de actos de tortura en las instalaciones norteamericanas de la bahía de Guantánamo, en Afganistán y en otros lugares. De la misma manera, se sabe de manera creciente que nuestro país, en vez de realizar sus propios interrogatorios bajo tortura, en años anteriores se ha acostumbrado a “entregar” a detenidos a países como Siria y Egipto, países que aplicarían la tortura por nosotros y que podemos seguir considerando como moralmente atrasados.
La muy retrasada denuncia de estas prácticas por parte de nuestros funcionarios electos es vital, y puede provocar significativas reformas a corto plazo. Pero no es probable que enfrenten la raíz de la tortura –las políticas de control militar que han servido de apoyo a esta práctica en el pasado y que la hacen necesaria hoy.
Dos días después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, la columnista Ann Coulter se hizo famosa porque argumentó en un artículo para National Review que “Debemos invadir sus países, matar a sus líderes, y convertirlos a todos al cristianismo”. Dos y medio años después, la retórica se ha enfriado sólo ligeramente. En la más reciente carta de solicitud de fondos de la Fundación Heritage, el miembro de la dirección Steve Forbes ataca a una encuesta que muestra que “79% de los estudiantes no creen que la cultura occidental sea superior a la cultura árabe”. Él aboga por la misión de la Fundación de “defender la civilización occidental y proclamar su superioridad sobre una cultura que no permite la disensión, que reprime a sus mujeres y que adora la muerte”.
El Departamento de Defensa es sólo un poco menos explícito en sus llamados a una nueva cruzada. Sus documentos de estrategia piden una “dominación de espectro total” sobre cualquier adversario extranjero, real o potencial. Su personal neoconservador promueve un orden mundial de “preeminencia militar norteamericana incuestionable”.
¿Cómo va a mantenerse incuestionada nuestra dominación si no es por medio de la tortura? ¿Cómo se lograrían las conversiones de Coulter sin la coerción y la humillación desatada en todas las cruzadas previas? ¿Por qué vamos a creer que la ocupación de Irak sería singularmente limpia y humanitaria, que no se parecería en lo absoluto a los pecados de nuestra nación en la Guerra Fría, cometidos en lugares como el Salvador y Viet Nam? Los abusos de Abu Ghraib suceden en un contexto histórico en el que funcionarios militares y políticos han aceptado tácitamente el uso de la tortura, aunque hemos preferido recordar sus negativas oficiales.
Quizás no sea sorprendente, en medio de una nueva guerra, que Viet Nam persigue a las actuales campañas presidenciales. En 1971 John Kerry, entonces un joven veterano de Viet Nam, presto testimonio en una audiencia del Senado acerca de la iniciativa de un veterano, llamada la investigación “Soldado de Invierno”. Kerry explicó que sus compañeros de armas “contaban historias de que a veces ellos personalmente habían violado, cortado orejas, cortado cabezas, conectado alambres de teléfonos portátiles a genitales humanos y luego habían dado corriente… habían arrasado aldeas en una forma parecida a la de Gengis Kan, matado ganado y perros para divertirse, envenenado almacenes de alimentos y en general asolado el campo de Viet Nam del Sur, además de la devastación normal de una guerra y la devastación muy particular que se hace al aplicar el poderío de bombardeo de este país”.
En los últimos meses ese testimonio se ha convertido en una carga para el candidato Kerry. Sus críticos han sugerido que este testimonio es una pobre prueba del patriotismo del Senador y que los soldados estaban mintiendo. Cuando Kerry apareció recientemente en el programa de televisión Meet the Press, el entrevistador Tim Russet se hizo eco de estas críticas cuando argumentó que muchos de los alegatos habían sido “desacreditados”.
Esto no tiene discusión. Es negarse a sí mismo. Cualquier persona, cualquier institución noticiosa que quiera buscar los antecedentes encontrará que las acusaciones no sólo son creíbles, sino ubicuas.
Posteriormente a los ataques terroristas en Estados Unidos, llegó un momento en que la tortura pudo salir nuevamente a la luz como política pública. “Después del 11/9 nos quitamos los guantes”, advirtió ominosamente Cofer Black, el jefe del Centro de Contraterrorismo de la CIA. Un funcionario de la CIA que habló anónimamente al Washington Post en 2002, dijo: “Si uno no viola los derechos humanos de alguien en algún momento, probablemente no está realizando su trabajo”. Ese mismo año EEUU trató sin éxito de bloquear las enmiendas en la ONU a la Convención contra la Tortura. Estas buscaban fortalecer el tratado original de 1987 estableciendo un régimen internacional al azar de inspectores de prisiones y otras instalaciones.
Incluso en su testimonio el Secretario Rumsfeld pareció expresar frustración por tener que operar “con restricciones de tiempos de paz, con requerimientos legales en una situación de guerra”. Se quejó de una situación en la que “la gente anda por ahí con cámaras digitales y tomando estas increíbles fotos y luego pasándoselas a los medios, en contra de la ley, para nuestra sorpresa”.
No vamos a terminar con los abusos celebrando cortes marciales y “dejándolo pasar”. Básicamente, existe una política exterior que necesita de la tortura porque nos negamos a concebir un papel para Estados Unidos en un mundo que no esté basado en el poderío militar indiscutible, o en usar ese poderío para alcanzar los intereses económicos de nuestro país. El cambio sobrevendrá solo si se retan los supuestos centrales de esta concepción imperial de propósito nacional; sobrevendrá sólo si actuamos con el conocimiento de que habrá más tortura.
“Ellos no sabían ni participaron en ninguno de los delitos”, dijo un alto oficial de EEUU en Bagdad acerca de los oficiales responsables de dirigir la prisión en Irak. “Debieron haberlo sabido, pero no lo sabían”. Si se aplica a los oficiales de mando acerca de quienes se habló, las palabras no parecen creíbles. Si se aplican a nosotros, son ciertas: No lo sabíamos. Debimos haberlo sabido.