Cuando la gente piensa en Costa Rica no imagina plataformas de petróleo en sus prístinas playas. Ni tampoco prevé los pozos de minas que horadan sus montañas cubiertas de nubes y bosques. Pero a pesar de los notables esfuerzos de conservación del país, sus paisajes y su extraordinaria diversidad han enfrentado verdaderas amenazas de parte de las industrias extractivas –y ahora se encuentran amenazadas por acuerdos internacionales de comercio.
Hace casi dos años los ciudadanos de Costa Rica y los admiradores del país pensaron que tenían razón para sentirse tranquilos. En mayo de 2002, en respuesta a una gran movilización de los ambientalistas del país, el Presidente Abel Pacheco anunció una moratoria de la exploración de petróleo y de la minería a cielo abierto en Costa Rica. Los legisladores se encuentran actualmente trabajando para dar apoyo congresional a la orden ejecutiva y derogar leyes que exponen el país a las industrias extractivas.
Sin embargo, al menos un interés transnacional no está conforme con estos hechos y su modelo de descontento corporativo puede que pronto termine con la posibilidad de una siesta de los activistas.
Harken Energy, una compañía petrolera de Texas que tiene estrechos lazos con el Presidente de EE.UU. George W. Bush, había obtenido previamente derechos para la búsqueda del crudo en Costa Rica. Antes de suspender una inspección del impacto medioambiental en febrero de 20002, tenía planes de perforar en el mar. Ahora Harken está demandando al gobierno de Costa Rica por más de $12 millones de dólares como compensación por sus abortadas intenciones.
El 11 de marzo, Costa Rica anunció al mundo que no aceptaría la propuesta de solucionar el asunto sin ir a juicio, lo que significó otro golpe para los intereses del petróleo.
Pero esa no fue la última palabra acerca del asunto. Mientras la compañía está considerando llevar al asunto a los tribunales internacionales, la administración Bush está tratando de obtener un tratado que haría de la demanda de Harken algo más que una oscura disputa legal. Ese tratado es el Acuerdo Centroamericano de Libre Comercio (ACLC).
Al mismo tiempo que EEUU y los cinco países centroamericanos trabajan para ratificar el ACLC, no son solo los ambientalistas costarricenses y los petroleros de Texas los únicos que están atentos a la actual disputa de Harken. Observadores internacionales dicen que el caso se está convirtiendo en la última advertencia de cómo los acuerdos de “libre comercio” dan a las corporaciones el poder de burlar las leyes locales en defensa del medio ambiente.
Recordemos un poco
En 1994 la Asamblea Legislativa de Costa Rica aprobó una ley de hidrocarburos como parte de una serie de medidas destinadas a cumplir un Programa de Ajuste Estructural patrocinado por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. La ley abrió el camino para que las corporaciones extranjeras ganaran concesiones de exploración petrolera. Subsiguientemente, una compañía poco conocida con sede en Luisiana, llamada MKJ Xploration ganó la licitación para investigar en varios bloques de la costa caribeña de la nación. La compañía vendió posteriormente sus intereses a Harken Energy.
Residentes del área, pescadores, grupos indígenas y ambientalistas supieron del negocio por los periódicos. Pronto comprendieron que el primero de los muchos problemas del plan era la violación del entorno local. La perforación cerca de la costa, argumentaron, dañaría los arrecifes coralinos y los pantanos de mangle, y pondría en peligro la fauna marina. Realizaron una larga batalla y una junta nacional vino en su ayuda. Determinó que el plan de Harken no era permisible bajo las leyes de impacto medioambiental del país. Poco después, al rechazar la apelación de Harken, la junta citó más de 50 razones al explicar por qué la declaración de impacto de la compañía no era aceptable.
Harken estaba furiosa. Al argumentar que ya había invertido en Costa Rica más de $12 millones de dólares en ese negocio, acudió a tratados internacionales de inversión y demandó a Costa Rica por $57 mil millones.
No hay equivocación. Harken quería $57 mil millones de dólares, cifra que dijeron representaba el total de las ganancias proyectadas en el negocio suspendido. El PIB anual de Costa Rica es de unos $17 mil millones, y el presupuesto total anual del gobierno es de unos $5 mil millones.
A fines de septiembre de 2003, poco después de que el Centro Internacional para la Solución de Disputas de Inversiones, perteneciente al Banco Mundial, notificara al gobierno costarricense de la reclamación de Harken, Pacheco anunció que su país no se sometería al arbitraje internacional. Se negó a reconocer cualquier decisión tomada por el organismo del Banco e insistió que el sistema judicial costarricense era el lugar legítimo para la disputa. Pocos días más tarde, Harken retiró su demanda y trató de obtener un acuerdo fuera de los tribunales.
En enero de este año el ex senador demócrata por Nueva Jersey, Robert Torricelli , viajó a San José para negociar a nombre de Harken. Por esa época el gobierno costarricense parecía complacido por eliminar el espectro de un costoso litigio internacional. Sin embargo, grupos ambientalistas recibieron a Torricelli con protestas frente al Ministerio de Medio Ambiente. Argumentaron que las negociaciones eran una forma de “extorsión petrolera” –que Harken buscaba castigar al país por poner en práctica sus leyes ambientalistas.
Ya sea que las protestas hayan funcionado o no –o, lo que es más probable, que Costa Rica y Harken no hayan podido llegar un acuerdo acerca de la suma a pagar–, parece ahora que las conversaciones fracasaron. El 11 de marzo el gobierno anunció su posición de que Harken no tenía razones legales para exigir compensación y que Costa Roca no estaba obligada a pagar nada. La disputa, recién reinaugurada, está en camino de regresar al arbitraje internacional en un futuro cercano.
¿Sacrificar al alimentado ACLC?
Mientras avanzaba el caso Harken, también lo hacía el ACLC. En diciembre EEUU finalizó negociaciones con Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua acerca del acuerdo regional de libre comercio. Costa Rica, que se había retraído debido a preocupaciones por la privatización de las industrias públicas, fue admitida en el acuerdo en enero. Ahora cada país debe ratificar el tratado para que se convierta en ley.
Para los oponentes al ACLC, el caso Harken es un ejemplo paradigmático de cómo usan las corporaciones los acuerdos internacionales para obligar a los países a eliminar las protecciones ambientalistas. Las protecciones a las inversiones en el ACLC, que son similares a las del notorio Capítulo 11 del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), permiten a las compañías realizar directamente demandas en tribunales internacionales. Bajo el nuevo argumento, Costa Rica no podría rechazar los esfuerzos por ignorar a sus tribunales nacionales. En su lugar, tendría que permitir que las deliberaciones acerca de la astronómica “demanda de compensación” de $57 mil millones de Harken pasaran al nivel internacional.
Independientemente de que tales reclamaciones corporativas tengan éxito, la amenaza de una demanda judicial multimilllonaria es suficiente para persuadir a muchos países en desarrollo a evitar la puesta en práctica de sus leyes en defensa del medioambiente. El ejemplo del TLCAN demuestra que incluso los países poderosos sucumben a lo que los activistas llaman “chantaje” medioambiental. En un famoso caso de 1998, la Ethyl Corporation demandó a Canadá por la prohibición del MMT, un aditivo al combustible, por cuestiones de salud pública. Canadá decidió derogar su disposición ambientalista y pagar $13 millones a Ethyl en vez de arriesgarse a tener que pagar $251 millones por daños.
Ante tales antecedentes, Australia se negó a incluir una disposición en su acuerdo comercial con EEUU que permitiría a los inversionistas ignorar los tribunales nacionales y llevar las disputas a los organismos internacionales. Pero eso es algo que las naciones pobres, las cuales no pueden darse el lujo de arriesgar perder el acceso a los mercados norteamericanos, no tienen fuerza para hacer.
El representante comercial de EEUU, Robert Zoellick, asegura que el ACLC contiene fuertes protecciones al medio ambiente. Igualmente, el ministro costarricense de Energía y Medio Ambiente, Carlos Manuel Rodríguez, dice que el ACLC “representa una oportunidad para (que Costa Rica) aplique su legislación ambiental”.
Es cierto que el acuerdo incluye disposiciones para que los ciudadanos presenten acusaciones relacionadas con las violaciones a las leyes ambientales. Sin embargo, aunque hay claras consecuencias por violar las disposiciones de inversión del acuerdo, no existen mecanismos claros que garanticen la acción en caso de denuncias del público.
Además, el ACLC afectará los esfuerzos legislativos por reforzar la prohibición de Pacheco a las industrias extractivas. Grupos ambientalistas, como la Federación Costarricense para la Conservación del Medio Ambiente, han advertido que el ACLC complicaría y hasta evitaría los esfuerzos por parte de la asamblea en San José para derogar la ley de hidrocarburos de 1994.
“Está claro que Costa Rica puede derogar su ley de hidrocarburos. Pero bajo el texto final del ACLC, las compañías petroleras estarían autorizadas a demandar por ganancias perdidas”, dice Lori Wallach, directora de Vigilancia Comercial Global en Ciudadano Público. “Además, los gobiernos podrían reclamar que una derogación infringiría sus derechos al acceso al mercado en el sector de servicios”.
Queda por ver si la legislatura costarricense continuará sus planes de derogar la ley. Pero está claro que el ACLC anuncia males para la protección del ambiente en los países participantes. Si una administración posterior decidiera prohibir la perforación petrolera dentro de dos o tres años, sería casi imposible implementar la disposición.
Por supuesto, eso solo si el ACLC obtiene la ratificación. En EEUU el acuerdo se enfrenta a una dura batalla en el Congreso si la administración Bush trata de que se apruebe en un año de elecciones.
Por su parte, en Costa Rica los legisladores comprometidos con extender la tradición conservacionista del país puede que no quieran arriesgarse a someter sus leyes ambientales a la amenaza del ataque corporativo, una amenaza que la actual disputa con Harken ha demostrada que es bien real.