Hace diez años, en este mismo mes, rebeldes enmascarados emergieron de las montañas de Chiapas, la región más pobre de México, y se presentaron en el escenario mundial. Se llamaban a sí mismos “zapatistas”, y recogían el legado de la misión no cumplida de la revolución mexicana de promover la reforma agraria y la libertad democrática. También relacionaban su lucha con la era de la globalización. Los zapatistas escogieron el 1 de enero de 1994, el día que entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), y con su levantamiento dijeron “¡Ya basta!”
Cuando el Presidente Bush viajó recientemente a Monterrey, México, para la Cuarta Cumbre de las Américas, los rebeldes de Chiapas no estaban presentes en su pensamiento. Bush fue con la esperanza de solucionar las tensiones entre Estados Unidos y los gobiernos de América Latina, tensiones provocadas por recientes disputas de comercio y por la promoción de la guerra en Irak por parte de la Casa Blanca. Pero el décimo aniversario de la rebelión zapatista demostró ser un momento inoportuno para una visita mexicana. En vez de recibir la acrítica bienvenida de un grupo de dóciles aliados, Bush se enfrentó a una revoltosa Latinoamérica que ha hecho más remota aún la visión de su gobierno de una zona libre de comercio hemisférico.
Mientras los jefes de estado disfrutaban de una sesión de fotos llenas de sonrisas en Monterrey, y mientras la cumbre llegaba a producir una declaración que incluía el apoyo al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), las tensiones se encontraban a fuego lento, y a veces llegaron a hervir abiertamente.
En discursos muy comentados, Lula da Silva, de Brasil, argumentó que “Después de los 80 –la llamada década perdida–, los 90 fueron una década de desesperanza” provocada por un “modelo perverso que separó equivocadamente lo económico de los social, puso la estabilidad en contra del crecimiento y separó la responsabilidad de la justicia”. Néstor Kirchner, de Argentina, advirtió que un “pacto (comercial) que no haga nada por solucionar los profundos desequilibrios no hará más que profundizar la injusticia y la destrucción de nuestras economías”. Y Hugo Chávez, de Venezuela, exigió “una nueva arquitectura moral” en América Latina “que favorezca a los más débiles”.
Es importante no hacer demasiado énfasis en la significación de la postura retórica de cualquier político. Después de todo, hablar no cuesta nada. Pero más que colocar el enfoque en los asuntos sociales, la “Nueva Izquierda” latinoamericana logró eliminar de la declaración final de la conferencia una fecha límite concreta para el ALCA, con lo que aumentó la probabilidad de que el atacado acuerdo nunca llegue a materializarse.
Si algo ha cambiado en Latinoamérica en los diez años anteriores a la cumbre de la pasada semana, es la idea de que la posición de Estados Unidos respecto al “libre comercio” es indetenible y no tiene contrarios. Es aquí donde entran los zapatistas. Muchos señalan que la rebelión de Chiapas es un momento definitorio de la génesis del movimiento moderno contra la globalización corporativa. Aunque los zapatistas se alzaron contra el ejército mexicano, no tenían el objetivo de tomar el poder o de imponer una ideología determinada a otros. En su lugar, luchaban contra un tipo de globalización homogénea, monocultural.
La idea de que “mundos” alternos puedan realmente existir en la economía internacional pudiera parecer extraña a los acostumbrados a los medios norteamericanos. En este país, las políticas de incremento de la movilidad financiera y de expansión corporativa promovidas por la Tesorería de EEUU, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, son conocidas sencillamente como “globalización” –un término que sugiere una transición benigna e inevitable a una era de alta tecnología. En América Latina, las mismas políticas son llamadas “neoliberalismo” y se reconocen como un conjunto específico de decisiones destinadas a beneficiar a las corporaciones transnacionales, a menudo con un alto costo para los países en desarrollo. Los guerrilleros de Chiapas no brindaron un modelo político para producir gobiernos izquierdistas. Pero la actitud del zapatismo ha ejercido una poderosa influencia en un movimiento insurgente internacional. Pocos han hecho más que los zapatistas por extender la critica al neoliberalismo por medio de amplias redes de activistas sociales, o por promover la esperanza de que otras globalizaciones tengan éxito.
En retrospectiva, los primeros años del TLCAN pueden haber significado la cúspide de un sistema que ahora está en su decadencia. Reuniones recientes en Canadá y Miami produjeron resultados que fueron de desastrosos a insuficientes para los promotores del comercio norteamericano, y un número cada vez mayor de economistas están abandonando las posiciones dominantes del FMI en materia de política de desarrollo.
Por supuesto, el movimiento de justicia global no merece todo el crédito, ni siquiera la mayor parte, por fracturar el “Consenso de Washington”. El neoliberalismo esta sintiendo las consecuencias de su propio fracaso. Como señala consistentemente Mark Weisbrot, del Centro para la Investigación Económica y Política, la ortodoxia reinante se ha desempeñado muy mal, incluso en los términos en que los banqueros entienden más fácilmente: crecimiento económico. De 1980 a 1999, veinte años en que los principios neoliberales predominaron en Latinoamérica, el ingreso por persona creció en un pobre 11 porciento, comparado con el 80 porciento del período 1960-1979. De ahí el “perverso modelo” de “desesperación” mencionado por Lula.
Es más, los dictados neoliberales han producido dramáticas crisis económicas y sociales en lugares como Argentina y Bolivia, y han hecho pensar incluso a algunos gobiernos de centro derecha si no existirá un mejor plan de desarrollo que el que Washington les pone a la mesa.
Es de señalar que el golpe más dañino de Brasil a la agenda de la administración Bush no ha sido el de unirse a Venezuela o a los activistas de los movimientos sociales en sus calurosos denuncias, sino en brindar un ejemplo influyente a regímenes más conservadores. A pesar de de sus preocupaciones por los temas sociales, Lula da Silva ha adoptado una posición a favor del comercio en las negociaciones del ALCA –posición que pide a los funcionarios norteamericanos del comercio que abran sus propios mercados. Estados Unidos siempre ha apoyado el “libre” comercio más en teoría que en la práctica, y mantiene $19 mil millones de dólares en subsidios anuales a sus agricultores. En un contexto en el que las naciones latinoamericanas, incluso las que no se consideran radicales, están cada vez más dispuestas a defender sus propios intereses nacionales, la negativa de EEUU a renunciar a su hipocresía de “hagan lo que yo digo” predice el fracaso de futuras conversaciones.
El escepticismo creciente debido al fracaso del neoliberalismo, el ejemplo de gobiernos menos obsequiosos que en el pasado a las exigencias de EEUU, y la propia intransigencia de Estados Unidos en las negociaciones, conforman conjuntamente una barrera que probablemente impida que un ALCA significativa vuelva a encaminarse. Eso no detendrá totalmente al equipo negociador de Bush, el cual buscará otros medios, como los tratados individuales con las naciones más pobres, para lograr sus propósitos. Pero serán buenas noticias para aquellos que nunca creyeron que la globalización corporativa era la mejor opción o el único futuro posible –aquellos que en Monterrey, como en Chiapas, dijeron: “¡Ya basta!”