A estas alturas la mayoría de los estadounidenses han sido golpeados duramente por la realidad de la recesión. Las noticias económicas a principios de abril que indicaban que el empleo de nómina ha caído tremendamente en los últimos meses y que han aumentado las peticiones de seguro de desempleo eliminaron la esperanza de recuperación económica en el futuro cercano. Sin embargo, el Presidente Bush mantiene su pronunciamiento que hizo en el Estado de la Nación acerca de que estamos en recuperación, y dirige sus asuntos como si no tuviera una sola preocupación financiera.
¿Entonces qué hay?
Sin dudas la actitud de la Administración Bush se debe en parte a las relaciones públicas: apostar a que declaraciones calculadas y desde bien arriba harán aumentar la confianza de los consumidores y terminen por convertirse en verdad. Pero una mirada más atenta demuestra que la actitud despreocupada del Presidente enmascara una negativa a aceptar la responsabilidad por el costo de su política.
La guerra en Irak y las rebajas a los impuestos brindan dos ejemplos claves.
En diciembre del 2002 la Administración aseguró a los legisladores y a los contribuyentes que una guerra potencial en Irak costaría $50-$60 mil millones de dólares. Estos bajos estimados estaban destinados a temperar otras proyecciones, incluso las hechas por Lawrence B. Lindsey cuando era el principal asesor económico del Presidente, el cual consideraba que los costos pudieran llegar a $200 mil millones. La cobertura de anuncios por parte de funcionarios como Mitch Daniels, Director de la Oficina de Dirección y del Presupuesto, sugirieron que las cifras menores estaban más en línea con los costos de la primera Guerra del Golfo. Por supuestos, los funcionarios no mencionaron que nuestros aliados pagaron alrededor del 80% de los costos de la guerra anterior, lo que hizo que a EE.UU. le costara la cifra relativamente baja de $9 mil millones.
El inicio de la Guerra de Irak en marzo reveló que los bajos costos eran una ficción política. En cuanto la opinión pública cambió y apoyó a las tropas en el Golfo, la Administración cambió su presupuesto y pidió $75 mil millones para el enfrentamiento militar. Pero la asignación de $75 mil millones que actualmente se discute en el Congreso cubre sólo seis meses. No incluye la subsiguiente ocupación de varios años de Irak, que pudiera a llegar ser de $3,8 mil millones al mes, según un estimado realizado por la Oficina del Presupuesto del Congreso en septiembre del 2002.
Eso es mucho dinero para los conservadores que desean menos gastos gubernamentales y que están resucitando la estrategia de la era de Reagan de “hacer pasar hambre a los estados” para obligarlos a disminuir los gastos de los servicios sociales a nivel local.
Hasta esos miles de millones palidecen si se comparan con los ingresos que se perderán si la Casa Blanca logra obtener una gran rebaja de impuestos. Algunas personas consideran que las épocas de guerra, recesión y emergencia nacional son ocasiones apropiadas para suspender la ideología y disminuir los favores caros para los ricos.
Pero el Presidente Bush ve esas tres condiciones como excusas que lo liberan de las promesas de responsabilidad fiscal. “Suerte que tengo”, dijo con su famoso mal gusto en septiembre. “Me gané la tripleta”.
Si la promoción por parte de Bush de su guerra emplea un balance delicado de optimismo y autoengaño, sus fantasías acerca de la disminución de impuestos inclinan rápidamente la balanza. Un reciente editorial del Financial Times explicaba: “Generalmente las guerras implican sacrificios. En el mundo de ensueños del Sr. Bush se puede combatir al enemigo y al mismo tiempo regalar reducciones de impuestos”.
La justificación para esta hazaña extraordinaria depende de una creativa estrategia de contabilidad conocida como “conteo dinámico”. En él, los supuestos beneficios de las rebajas de impuestos se incluyen como elementos contribuyentes en los cálculos acerca del impacto económico de las rebajas.
“Mágicamente los déficits desaparecerán a medida que la economía llegue a las cumbres iluminadas por el sol de reducciones de impuestos cada vez mayores”, concluye el Times.
Sin embargo, “de vuelta en el mundo real, la perspectiva a largo plazo del presupuesto se deteriora rápidamente”. Mientras muchos aseguran que los déficits del presupuesto no son necesariamente malos en sí, los economistas consideran que las reducciones de impuestos de Bush, la mayor parte de las cuales no entrarán en vigor durante años, no hacen nada o hacen poco para estimular ahora la recuperación. Un argumento clave en contra de la primera ronda de rebajas –el hecho de que favorecen demasiado a los ricos para garantizar un rápido gastos de los consumidores– sigue siendo cierto. Y los nuevos descuentos carecerían hasta de los beneficios económicos del descuento de $300 dólares por trabajador que miembros del Caucus Progresista Congresional propusieron como alternativa al plan del Presidente Bush, y que finalmente acompañó la última ronda de “asistencia” para los ricos.
En la Casa Blanca la guerra es barata, los recortes a los impuestos se pagan solos y la recuperación ya ha llegado. La reciente votación sorpresiva de 51 a 48 en el Senado para disminuir a la mitad las nuevas reducciones de impuestos — de $725 mil millones a $350 mil millones — muestra que no todos comparten las fantasías económicas del Presidente. Desgraciadamente la Cámara de Representantes está comprometida con los descuentos mayores, y un compromiso de comités probablemente deje intacto un paquete que beneficia a los inversionistas ricos por una cantidad superior a los $500 mi millones.
La cuestión ahora es si el Presidente se engaña lo suficiente como para creer las predicciones optimistas que la Casa Blanca inventa acerca del costo económico de sus acciones. O si su Administración de guerreros de clase está demasiado aislada del pueblo estadounidense como para que siquiera le importe.