En un pueblito de la provincia de Chimaltenango, Guatemala, hay equipos cavando otro “punto cero”. Ellos esperan encontrar desperdigados por varias tumbas en las colinas los cadáveres de más de cien pobladores que fueron masacrados en los años 80, cuando los gobiernos promovidos por Estados Unidos eliminaron más de 626 aldeas rurales en un intento por suprimir a los guerilleros izquierdistas. Ahora los antropólogos estaban tratando de recuperar los restos para que las familias de las víctimas puedan darles la debida sepultura. Mientras tanto está descubriendo lo que pudiera ser evidencia crucial para los procesos por genocidio contra los ex dictadores Lucas García y Ríos Montt.
Enfrentarse a generales como Montt, que aún posee poder político en el país, ha demostrado ser una actividad peligrosa. En los últimos seis meses miembros de la Fundación Guatemalteca de Antropología Forense y otros trabajadores por los derechos civiles han recibido repetidas amenazas de muerte. Una carta amenazante decía que “en una guerra no hay culpables, y ustedes no están autorizados para juzgarnos”. Yuri Casasola, coordinador de programa de la Red de solidaridad con el Pueblo de Guatemala, en Ciudad Guatemala, dice que “muchas personas han comentado que se siente como si regresáramos a fines de los 70, justo antes del gran aumento de la represión.
El 29 de abril la escalada del terror culminó con el asesinato de Guillermo Ovalle de León, un trabajador de la prominente Fundación Rigoberta Menchú. Mientras la policía insiste en tratar el asesinato como “delito común”, la conexión política es clara: uno de los directores fundadores de la institución, Gustavo Meono, reporta que diez minutos antes del asesinato un desconocido llamó a la oficina y por el teléfono se oyó la grabación de una marcha funeral. Es más, el asesinato coincidió con el inicio de un juicio civil apoyado por la Fundación acerca de la masacre de refugiados en Xamán, en 1995.
La ignorancia de la policía en este caso se relaciona con una larga historia de complicidad gubernamental en abusos de derechos humanos. En 1998, sólo dos días antes de que se publicara un reporte acerca del genocidio, titulado “Nunca más”, el Obispo Juan Gerardi fu encontrado asesinado a golpes con un bloque de concreto. La policía primero teorizó que también era un delito común. Más tarde las autoridades especularon ignominiosamente que otro sacerdote, supuestamente un amante homosexual, había cometido un “crimen pasional”, Sólo las intensas presiones por parte de activistas de derechos humanos provocaron una investigación seria. Como resultado se sentenció al Coronel Byron Disrael Lima y a otros dos oficiales a treinta años de prisión por el asesinato — un extraordinario golpe contra las vieja cultura guatemalteca de impunidad de los militares.
Adriana Portillo-Bartow, co-acusadora en España junto con la Premio Nobel Rigoberta Menchú Tum en un caso de genocidio contra los ex dictadores Montt y García, explica que con los juicios contra los poderosos generales los guatemaltecos esperan avanzar en el proceso. “Quiero que este caso dé una lección a otros violadores por los derechos humanos en todo el mundo”, dice ella. “El mundo sabrá y creerá lo que le sucedió al pueblo de Guatemala”. Al igual que sucedió con el juicio del chileno augusto Pinochet, los procesos judiciales sonados pueden servir no sólo para aumentar la solidaridad internacional, sino para transformar un sistema judicial nacional osificado.
“Sabemos de los riesgos y tenemos temor de lo que nos pueda pasar”, declara un testigo en el juicio por genocidio. “Pero estamos buscando honrar la muerte de nuestros seres queridos levantando nuestra voz y exigiendo justicia”.
Al hacerlo, y al enfrentarse a la atmósfera de intimidación, las comunidades que una vez fueron blanco del genocidio aseguran que hay criminales en guerra. Y que las víctimas que sean desenterradas los juzgarán.