Durante el pasado año, la escritora Naomi Wolf se anotó un importante punto con su libro El fin de Estados Unidos. El 31 de octubre, solo unos días antes de nuestras recientes elecciones presidenciales, The Independent de Londres publicó un comentario de Wolf reiterando el argumento del libro de que nuestro país estaba encaminándose al fascismo. Ella escribió: “Si se mira la historia, se verá que hay diez pasos para convertir a una sociedad abierta en una dictadura”. Ella aseguraba que el gobierno de EEUU bajo Bush, con sus escuchas telefónicas sin orden judicial e interpretaciones extraordinarias, estaba bien adelantado en el cumplimiento de estos pasos. A pesar de los signos altamente positivos que daba toda la evidencia disponible de encuestas en aquel momento, Wolf dudaba de que se pudiera dar una victoria de Obama, y decía que sería “un milagro”.
La idea de que Estados Unidos es un estado en decadencia, ya sea moral o política, fue un tropo popular antes de que se le ocurriera a Naomi Wolf, aunque se extendió aún más durante los años de Bush. Especialmente en tiempos recientes, la pregunta “¿Qué le sucede a Estados Unidos?” ha invitado una respuesta automática de que nuestro país va camino al infierno. El pasado verano mi gran familia acudió a Wisconsin para una reunión. Un primo mío más joven, que está en octavo grado, pero tiene un interés precoz en la política, me reclutó para que lo ayudara a encuestar las creencias políticas de nuestros familiares. Cuando les preguntamos si Estados Unidos estaba encaminado en la dirección adecuada todos en la familia, ya fueran de derecha o de izquierda, respondieron “No”. Fue la única pregunta de la encuesta en la que todos concordaban.
Sin embargo, el argumento de Wolf siempre me pareció totalmente equivocado. No hay duda de que la administración Bush perpetuó algunas atemorizantes violaciones de las libertades civiles y realizó una preocupante centralización del poder estatal. Pero la idea de que esto representaba una vía única hacia el totalitarismo dependía de una nostalgia ahistórica por un Estados Unidos del pasado, vigilantemente legal y democrático, que nunca existió. El robo de las elecciones no es nada nuevo en la historia norteamericana –y como nos señalan los conservadores que recuerdan atribulados la victoria de Kennedy en Chicago en 1960, no siempre ha beneficiado a los republicanos. Aunque los activistas de décadas pasadas no tuvieron que enfrentarse a las listas de “no vuelo” de Bush, muy a menudo tuvieron que enfrentarse a los matones de Pinkerton, linchamientos de Jim Crow y ataques de COINTELPRO (*)
Si la victoria de Obama sirve de algo, espero que termine con la idea de “El fin de Estados Unidos” –al menos en su forma más simplista– y nos obligue a enfrentarnos tanto con la turbulenta historia de nuestro país como con los retos más sutiles que se encuentran ante nosotros.
En medio de la actual crisis financiera y la desastrosa guerra de Irak, ahora estamos oyendo un nuevo grupo de dudas acerca del futuro de Estados Unidos. Estas predicen un fin del imperio. Sugieren que la superpotencia de nuestro país se tambaleará, para bien o para mal, y que seremos alcanzados por rivales en ascenso como China y la India.
Estas preocupaciones están más cerca de la realidad. Pero ellas también recuerdan a preocupaciones del pasado. La izquierda nos ha indicado persistentemente que cada nuevo pánico económico puede que sea el último del capitalismo. Al centro y a la derecha les hemos escuchado en la década de 1980 el temor de que Tokio estaba comprando a Estados Unidos y que pronto nos obligarían a inclinarnos, al menos en un sentido económico, ante nuestros amos japoneses.
Me preocupa que lo que hoy se habla acerca de la pérdida del poder imperial pudiera ser otra forma de la retórica de “el fin de Estados Unidos” que no ayuda al avance de los esfuerzos progresistas. Tampoco contribuye a la formación de una visión de largo plazo acera de la conversión de nuestra sociedad ni a tratar las demandas políticas del momento. La decadencia de un imperio generalmente es un proceso que tarda décadas. Incluso si este es realmente el destino de Estados Unidos, no podemos permanecer como testigos durante ese tiempo.
A corto plazo, nuestro reto hoy es evitar que la administración Obama siga el mismo camino que la última Casa Blanca demócrata. Los movimientos sociales deben movilizarse para garantizar que el nuevo presidente no solo repudie esos aspectos brutales de la administración Bush que hizo que algunos liberales la tildaran de fascista. También debemos trabajar para que el Presidente Obama rechace las estrategias de la globalización corporativa y el neoliberalismo interno –la dominación del mercado sobre porciones cada vez mayores de la vida pública– que floreció incluso durante los años de Clinton. Debemos asegurarnos de que tranquilizar a Wall Street no es la única preocupación de su política pública –especialmente si se considera que fue Wall Street en su momento de mayor esplendor la que creó la crisis económica que estamos experimentando ahora.
A un plazo más largo, debemos cuestionar si un Nuevo Nuevo Trato es el mejor futuro que podemos desear. Porque, en última instancia, tenemos buenas razones para pensar que no es suficiente.
En respuesta a la pregunta “¿Cuál es el mayor secreto a voces de la vida norteamericana?”, un colega escritor argumentó recientemente que el descontrolado modo de vida norteamericano de alto consumo que hemos conocido en décadas anteriores es “absolutamente insostenible”. Estoy de acuerdo. Un estratega neo-keynesiano que utiliza el gasto gubernamental para revivir el apetito del pueblo norteamericano por el gasto y el consumo bien pudiera tener éxito, sacándonos de lo que hubiera podido ser un descenso económico mucho peor. Debemos esperar que así sea. Pero luego tendremos que enfrentarnos al hecho de que esta misma hambre es exactamente lo que nos ha estado llevando hacia la destrucción colectiva por la vía del calentamiento global.
La esperanza de que un futuro de total tragedia pueda evitarse no necesita descansar en una visión de un Estados Unidos de antaño que era puro y bueno. Por el contrario, nuestra mejor esperanza estriba en reconocer las profundas fallas nacionales que las generaciones anteriores han confrontado y superado –reconociendo el trabajo de movimientos que terminaron exitosamente con la esclavitud y los impuestos de capitación, la amplia eliminación de los talleres de explotación y la creación del fin de semana.
En sus mejores momentos, estos movimientos han demostrado la capacidad tanto de adaptarse a los nuevos problemas como de avizorar un país mejor que el que existió anteriormente. Eso, y no la nostalgia por un mítico Estados Unidos anterior o la satisfacción con un regreso a un confort económico más reciente, es lo que nuestro futuro exigirá.
* COINTELPRO (acrónimo de Counter Intelligence Program — Programa de Contra Inteligencia) era una serie de proyectos encubiertos a menudo ilegales realizados por el Buró Federal de Investigaciones de EEUU entre 1956 y 1971 para investigar y entorpecer las organizaciones políticas disidentes dentro de Estados Unidos.