Published in Jacobin América Latina. Translation by Valentín Huarte.
Los militantes debaten hace más de un siglo si los cambios sistémicos surgen de la reforma o de la revolución. Los estrategas —especialmente de la tradición socialista— nunca se pusieron de acuerdo: ¿el desarrollo de una serie de medidas graduales basta para plantear una nueva sociedad, o se necesita una ruptura definitiva con el orden social y económico actual?
Durante los años 1960, época dorada de la nueva izquierda, André Gorz, teórico austrofrancés, intentó superar la alternativa binaria que separa a la reforma de la revolución y proponer otro camino. Argumentó que los movimientos sociales, sirviéndose de «reformas no reformistas», podían obtener conquistas inmediatas y acumular, al mismo tiempo, fuerzas para una lucha más general, que eventualmente llevaría a una transformación revolucionaria. En otras palabras, sostenía que hay un cierto tipo de reforma capaz de actuar como heraldo de las grandes transformaciones.
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Los orígenes de la reforma no reformista
Nacido en 1923 en Viena bajo el nombre Gerhard Hirsch, Gorz migró a Francia, donde desarrolló una rica vida intelectual. Allí se comprometió con los movimientos populares, convirtiéndose en una voz influyente y muchas veces provocadora, respetada por muchas generaciones de militantes ambientalistas, socialistas y sindicalistas. En 1950 fue compañero intelectual y amigo de Jean-Paul Sartre y propugnó la veta de marxismo existencialista asociada a la célebre revista Les Temps Modernes, en la que se desempeñó como miembro del comité editorial. En los años 1960, bajo la influencia de las ideas del pedagogo radical Iván Illich, Gorz cofundó una publicación propia: Le Nouvel Observateur.
Algunas de sus obras lo convirtieron en pionero de la política ecológica y escribió Carta a D., su último libro, a los ochenta años. Éxito de ventas inesperado, esta obra es una larga carta de amor a quien fue su esposa durante sesenta años y en ese momento padecía una enfermedad neurológica degenerativa. Ambos se suicidaron en 2007 mediante una inyección letal, pues decidieron que ninguno quería vivir sin el otro.
Gorz presentó su idea de reformas no reformistas en uno de sus primeros libros, titulado Estrategia obrera y neocapitalismo —publicado en francés en 1964, en inglés en 1967 y en español en 1969—, y en una serie de ensayos de la misma época. La orientación que proponía a los movimientos sociales difería de la que pregonaba la socialdemocracia, según la cual era posible solucionar los males del capitalismo mediante buenas negociaciones y una política electoral adecuada. Pero también criticaba a los militantes más radicalizados que predicaban incesantemente una revolución que no se planteaba en el horizonte.
«Al menos durante treinta años», escribió Gorz, «el movimiento comunista propagó un catastrofismo profético respecto al derrumbamiento inevitable del capitalismo. En los países capitalistas, su política fue el “atentismo revolucionario”. Se suponía que las contradicciones internas irían agudizándose y la situación de las masas trabajadoras empeorando. El levantamiento revolucionario se consideraba inevitable».
Sin embargo, nada de esto sucedió (al menos no de la forma esperada). En cambio, en los años 1960, el mundo capitalista avanzado gozó de un momento de gran crecimiento económico —Les Trente Glorieuses, o las tres décadas gloriosas—, que en el caso de Francia coincidió con la situación que dejó la posguerra. Gorz escribió que el capitalismo era incapaz de curarse a sí mismo de las «crisis y las irracionalidades», pero había «aprendido a evitar que se agudicen de forma explosiva». En otra parte, a propósito de una época anterior, marcada por la pobreza, observó que la desposesión de los proletarios y los campesinos «los proletarios y los campesinos desposeídos no necesitaron tener un modelo de sociedad futura en mente para rebelarse contra el orden existente: su aquí y ahora era lo peor; no tenían nada que perder. Pero, desde entonces, las condiciones cambiaron. Hoy, en las sociedades más ricas, no está claro que el statu quo represente el peor de los mundos posibles».
Gorz sabía que todavía existían la miseria y la pobreza, pero afectaban solo a una porción de la población, tal vez a un quinto del total. A su vez, los más afectados no constituían un proletariado industrial listo para fusionarse en una fuerza homogénea. En cambio, eran un conjunto diverso y dividido de personas, que incluía desempleados, pequeños agricultores y ancianos afectados por la falta de seguridad económica.
Aquellos tiempos cambiantes, creía Gorz, planteaban la necesidad de que los movimientos sociales adoptaran una nueva estrategia, específicamente, una estrategia centrada en conquistas concretas que sirvieran como escalones transicionales hacia la revolución. «No es necesario seguir razonando como si el socialismo fuese una necesidad autoevidente», escribió. «Esta necesidad no será reconocida a menos que el movimiento socialista especifique qué socialismo puede construir, qué problemas es capaz de resolver y cómo. Hoy más que nunca, no solo es necesario presentar una alternativa general, sino también los “objetivos intermedios” (mediaciones) que conducen a ella y que la anuncian en el presente».
Según este enfoque, la transformación llegaría «a través de una acción consciente de largo plazo, que empieza con la aplicación gradual de un programa de reformas coherente». Las luchas por estas reformas funcionarían como «pruebas de fuerza». Las pequeñas conquistas permitirían que los movimientos acumularan poder y sentaran bases más firmes para luchas en el futuro. «De esta manera», argumentaba Gorz, la lucha sería capaz de avanzar mientras «cada batalla refuerza las posiciones de fuerza, las armas y también los motivos que llevan a los trabajadores a resistir a los ataques de las fuerzas conservadoras».
Gorz no descartaba la posibilidad —o incluso la necesidad— de una confrontación final entre los trabajadores y el capital. Pero criticaba a los izquierdistas de Francia que se negaban a buscar mejoras inmediatas por temor a que debilitaran el deseo revolucionario de los trabajadores. «Estos dirigentes temen que una mejora tangible en las condiciones de vida de los trabajadores, o una victoria parcial en el contexto del capitalismo, refuercen el sistema y lo vuelvan más soportable», escribió Gorz. Sin embargo, argumentaba:
«Estos miedos […] reflejan un pensamiento fosilizado, una falta de estrategia y de reflexión teórica. Al asumir que las victorias parciales al interior del sistema serán inevitablemente absorbidas por él, se erige una barrera impenetrable entre las luchas presentes y la futura solución socialista. Se corta el camino que lleva de las unas a la otra […]. El movimiento se comporta como si la cuestión del poder estuviese resuelta: “Cuando tomemos el poder…”. Pero justamente se trata de saber cómo llegar hasta ahí, de crear los medios y la voluntad capaces de llevarnos hasta ese punto».
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Cambios estructurales
Entonces, ¿qué hace que una reforma sea «no reformista» o «estructural»?
La formulación más simple de Gorz es que estas reformas son cambios que no están hechos a medida del sistema actual. «[Una] reforma no necesariamente reformista no se concibe en términos de lo que es posible dentro del marco de un sistema y un gobierno dados, sino en función de lo que debería ser posible en términos de las necesidades y las demandas humanas», escribe. «Una reforma no reformista no se determina en función de lo que puede ser, sino de lo que debería ser».
Más allá de esto, a veces Gorz es ambiguo y es difícil encontrar en su obra una medida precisa para determinar lo que sería una demanda ideal. Aun así, brinda algunas indicaciones fundamentales.
En primer lugar, una demanda individual debería ser considerada solo como un paso hacia algo más amplio. Las reformas, escribe, «deben ser concebidas como medios, no como fines, como fases dinámicas en un proceso de lucha, no como fases de reposo». Deben servir para «educar y unir» a la gente mediante la apertura de «una nueva dirección para el desarrollo económico y social». Cada reforma debería remitir a una visión del cambio más general.
En palabras de Gorz, «las luchas parciales por empleo y salarios, por la valoración adecuada de los recursos naturales y humanos, por el control de las condiciones de trabajo y por la satisfacción social de las necesidades sociales creadas por la civilización industrial no pueden triunfar a menos que estén guiadas por un modelo social alternativo […] que brinda una perspectiva abarcadora capaz de subsumir todas estas luchas parciales». Las reformas no reformistas deberían servir para alumbrar un camino que avance en ese sentido. Un programa socialista, subraya Gorz, no debería «excluir ni los acuerdos ni los objetivos parciales, siempre y cuando estos vayan en la misma dirección y esa dirección esté clara».
En la práctica, Gorz pensaba que los socialistas podían aliarse a veces con socialdemócratas moderados y liberales progresistas, que tienden a considerar las reformas a corto plazo como un fin en sí mismo. Pero esto implica que las tendencias más radicalizadas aclaren sus objetivos a largo plazo. «El hecho de que los dirigentes socialdemócratas y las fuerzas socialistas se pongan de acuerdo sobre la necesidad de ciertas reformas nunca debe llevar a que se confunda la diferencia básica que separa las perspectivas y los objetivos de cada uno», escribe. «Si se pretende generar una estrategia de reformas, no debe ocultarse esa diferencia básica […]. Por el contrario, debe estar en el centro del debate político».
En segundo lugar, Gorz argumenta que la forma en la que se conquista una reivindicación es tan importante como la reivindicación en sí misma. Las reivindicaciones deben ser una «crítica viva» de las relaciones sociales existentes, no solo por su contenido, «sino también por la forma en la que se intenta conquistarlas». Por ejemplo, un aumento de 1 dólar por hora de trabajo logrado gracias a una huelga es muy distinto de un aumento arbitrariamente aplicado por un patrón o por un funcionario gubernamental. Gorz escribe: «En el caso de ser simplemente decretada por la fuerza gubernamental y administrada por el control burocrático, i. e., reducida a una “cosa”, cualquier reforma —incluyendo el control obrero— puede vaciarse de su significado revolucionario y ser reabsorbida por el capitalismo».
La investigadora Ammar Akbar, en una precisa lectura de Gorz, explica que las reformas no reformistas «no se tratan de encontrar una respuesta a un problema de gestión: se tratan fundamentalmente de un ejercicio de poder de la población sobre sus condiciones de vida». Es decir, se trata de lo que Gorz denominaba «un experimento con las posibilidades de su propia emancipación».
Algunos críticos argumentan que la cuestión de la forma en que se desarrolla una lucha es tan importante, que centrarse en el contenido de cualquier reivindicación de corto plazo lleva a que se pierda de vista lo fundamental. Afirman que, sin importar si una reforma es más o menos beneficiosa, la idea de reformas que son «balas de plata», es decir, que tienen un potencial radical inherente, se basa en una concepción errónea. Las reformas en sí mismas no son transformadoras. Solo las luchas son importantes.
Los defensores del concepto de Gorz contestan explicitando un tercer rasgo que define a las reformas estructurales: Las reformas no reformistas son cambios que, una vez implementados, sirven de impulso al poder popular en desmedro de los grupos dominantes. Como escribe Gorz, estas reformas «asumen la modificación de las relaciones de poder; asumen que los trabajadores incrementarán su poder o reafirmarán su fuerza […] a tal punto que serán capaces de establecer, mantener y expandir esas tendencias al interior del sistema para debilitar al capitalismo y sacudir sus cimientos».
Para Gorz, la reforma no reformista por antonomasia es la que aumenta el control obrero sobre el proceso productivo en un lugar de trabajo o en una industria. Es decir que las reformas no reformistas buscan socavar el orden establecido. «Las reformas estructurales no deben ser concebidas como medidas de compromiso negociadas con el Estado burgués que dejan su poder intacto. Más bien deben ser consideradas como quiebres del sistema generados por ataques que apuntan contra sus puntos débiles», escribe. Una estrategia de reformas no reformistas «busca, por medio de las conquistas parciales, debilitar profundamente el equilibrio del sistema, agudizar sus contradicciones, intensificar sus crisis, y, luego de una sucesión de ataques y contrataques, elevar la lucha de clases a niveles cada vez más intensos».
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El arte del compromiso radical
La clave para llevar las reformas no reformistas a la práctica es balancear dos realidades complejas: primero, que los compromisos pueden incluir trampas para los movimientos sociales y, por lo tanto, deben ser evaluados con precaución; segundo, que rechazar las reformas de corto plazo también plantea problemas, pues en última instancia lleva a un callejón sin salida. Los movimientos que practican las reformas estructurales deben caminar sobre la línea precaria que se extiende sobre estas dos verdades.
Cuando se trata de los problemas que plantea cualquier tipo de compromiso, los militantes más radicales, que en general se oponen a los acuerdos, suelen enfatizar los peligros de la cooptación y de la legitimación del sistema. Aunque a veces exageran estos peligros, su advertencia está bien fundada. La larga experiencia de los movimientos sociales muestra que los compromisos reformistas, aun si a veces conllevan beneficios reales, tienen un costo: cuando se conquista una medida gradual, muchos activistas comprometidos suelen desmovilizarse y en algunos casos no retoman la actividad política.
Las conquistas alcanzadas mediante la cooperación con autoridades electas —que inevitablemente ponen la cara en las ceremonias oficiales— refuerzan la narrativa dominante de que los que fomentan el cambio social son los que están en el poder. Los movimientos «invitados» a supervisar o gestionar las reformas pueden desperdiciar un talento muy necesario en el juego burocrático. Como consecuencia, se debilita su capacidad de generar más presión desde fuera. El profesionalismo empieza a colarse en las filas militantes y los activistas más destacados se transforman en cómodos funcionarios. Como suele decirse, los movimientos mueren en el parlamento.
Una de las fortalezas del análisis de Gorz es que no niega estas dificultades. En cambio, alienta a que los movimientos las enfrenten. El sistema, argumenta Gorz, tiene el poder tremendo de debilitar y cooptar reivindicaciones, silenciando su potencial de plantear una confrontación revolucionaria. «Si, tan pronto como se manifiesta el equilibrio alcanzado, no se emprenden nuevas ofensivas, no existe ninguna institución anticapitalista ni conquista que en el largo plazo no puedan ser eliminadas, desnaturalizadas, absorbidas y vaciadas de toda o de una buena parte de su contenido», escribe.
Y, sin embargo, aunque la posibilidad de la cooptación sea real, el resultado nunca es inevitable. «Debemos correr el riesgo», dice Gorz, «pues no queda otra opción».
Gorz se mantuvo firme en esta posición porque estaba seguro de que la consecuencia de evitar toda lucha reformista era el autoaislamiento. Era crítico de los «maximalistas», los utópicos y los sectarios dogmáticos, cuya insistencia en la pureza los mantenía a distancia de las luchas reales. Reconocía que el armado de un programa de corto plazo no podía contentarse con proponer las reivindicaciones más radicales posibles. Quienes buscan implementar reformas estructurales, argumentaba, no pueden «apuntar a la realización inmediata de reformas anticapitalistas, directamente incompatibles con la supervivencia del sistema, como la nacionalización de las empresas industriales». Las reformas que eliminarían el capitalismo de un plumazo bien pueden ser deseables, pero la cuestión es precisamente que los trabajadores no tienen suficiente poder como para concretar ese tipo de cambios. «Si la revolución socialista no es inmediatamente posible, tampoco será posible realizar inmediatamente reformas que destruirían al capitalismo», escribe.
Sabiendo que no satisfarán sus deseos más radicales, los militantes deben preguntarse qué pasos intermedios están dispuestos a seguir. Utilizando el ejemplo del conflicto entre un sindicato y un patrón, Gorz escribe que «ganar no conllevará la abolición del capitalismo. La victoria solo llevará a nuevas batallas, a la posibilidad de nuevas victorias parciales. Y en cada una de estas etapas, sobre todo en la primera fase, la lucha terminará con un compromiso. El camino está lleno de trampas». En este proceso, «El sindicato tendrá que “ensuciarse las manos” y arriesgarse a legitimar el poder del patrón.
No debemos ocultar ni minimizar estos hechos», insiste Gorz. Pero aun así la lucha conlleva beneficios: «Pues en el curso de la lucha, se habrá elevado el nivel de consciencia de los trabajadores; ellos saben perfectamente que no se satisficieron todas sus reivindicaciones, y están listos para emprender nuevas batallas. Experimentaron su poder; las medidas que impusieron a la gestión avanzan en el sentido de sus reivindicaciones finales […]. Al llegar a un compromiso, los trabajadores no renuncian a su objetivo; por el contrario, se acercan a él».
No siempre está claro cuáles son los acuerdos que valen la pena, y Gorz argumenta que el carácter reformista o no reformista de una reforma depende siempre del contexto. Una reivindicación por el acceso a la vivienda puede sonar bastante bien, pero como vimos muchas veces, en Estados Unidos los acuerdos con los que se responde a esta problemática suelen implicar subsidios públicos destinados a inmobiliarias privadas, cuya definición de «accesibilidad» excluye a todo aquel que esté por debajo de la clase profesional. Entre otros factores, piensa Gorz, «Uno debería decidir primero si el programa de viviendas propuesto implicará la expropiación de los terrenos necesarios, y si la construcción será un servicio público socializado, todo lo cual contribuiría a destruir uno de los centros de acumulación del capital privado […]. Dependiendo del caso, la propuesta de 500 000 viviendas será neocapitalista o anticapitalista».
Estas ambigüedades generan dilemas difíciles para los movimientos sociales y toda una serie de preguntas a las que no es posible responder en términos abstractos, fuera de las condiciones de lucha del mundo real. La gran virtud de la teoría de Gorz no es que brinde respuestas fáciles, sino que provee un marco a través del cual podemos sopesar los costos y los beneficios de plantear una reivindicación determinada o de aceptar un compromiso dado. Esto crea una orientación hacia la acción que nos fuerza a equilibrar nuestras perspectivas revolucionarias con una evaluación concienzuda de las condiciones concretas.
En otras palabras, adoptar el concepto de reforma no reformista no nos libera de los debates estratégicos, lo que, por cierto, no sería deseable ni realista. En cambio, nos permite plantear otros mejores.