Hace cincuenta años, en junio de 1954, la Agencia Central de Inteligencia cometió uno de los pecados cardinales de la política exterior norteamericana. En ese mes Jacobo Árbenz, elegido democráticamente presidente de Guatemala, fue depuesto en un golpe de estado planeado y coordinado por operativos de la CIA. Árbenz, un moderado, había propuesto que las tierras no cultivadas pertenecientes a grandes terratenientes como United Fruit Company (ahora Chiquita) fueran distribuidas entre agricultores pobres. Documentos desclasificados en 1997 muestran que en respuesta a esta propuesta de reforma la CIA, actuando con la aprobación del Presidente Eisenhower, dirigió una campaña de propaganda contra Árbenz, sembró la deslealtad entre los militares guatemaltecos, y armó una insurgencia rebelde.
Para Guatemala, el golpe terminó con una “década de primavera” democrática, inauguró 40 años de despotismo y Guerra civil, y prepare el camino para un asalto genocida a las poblaciones indígenas mayas en los años 80. Iba a tener también consecuencias duraderas para Estados Unidos. Aunque la CIA solo tenía 6 años, el golpe en Guatemala, poco después de la exitosa instalación del Sha en Irán por la CIA en 1953, estableció un patrón de apoyo norteamericano a gobiernos antidemocráticos durante la Guerra Fría. Este apoyo no solo promovió incontables violaciones de los derechos humanos, sino que también provocó el antinorteamericanismo y produjo, en algunos casos, desastrosas consecuencias a largo plazo para la política de EE.UU. –lo que la comunidad de inteligencia llama “retroceso”. Durante décadas tales fechorías atrajeron la condena de activistas de los derechos humanos y de la solidaridad, algunos de los cuales argumentaron que la CIA debía de ser abolida por completo.
El cincuenta aniversario del golpe brinda una importante oportunidad tanto para examinar el historial de la CIA como para preguntar, en un mundo de nuevos y muy reales peligros, si algo ha cambiado en el comportamiento de la agencia. Revelaciones acerca del papel de la CIA tanto en el reciente escándalo de los abusos a prisioneros como en la aprobación de los argumentos a favor de la Guerra en Irak plantean importantes preguntas acerca de la actividad de la agencia en la era posterior al 11/9. Después de la reciente renuncia del Director de Inteligencia Central, George Tenet, y la publicación del informe de la Comisión del 11/9, ha comenzado una nueva ronda de discusiones acerca de posibles reformas a la agencia, lo que hace más urgente una consideración de qué haría falta para cambiar real y favorablemente las operaciones norteamericanas de inteligencia.
Alegrando a los espías Norteamericanos
Varios sucesos relacionados con la CIA en los últimos dos años nos han tentado aplaudir a la agencia. La CIA, que llamada un “elefante rebelde” por congresistas que la investigaron en los años 70, a menudo ha estado ausente de manera conspicua de la galería de operativos algo rebeldes responsables de la irresponsable “guerra contra el terror” y la creciente catástrofe en Irak. Es más, a medida que se ha desarrollado el caso de la administración acerca de las armas de destrucción masiva de Irak, muchos progresistas –nosotros incluidos– nos hemos encontrado actuando como campeones inesperados de los espías norteamericanos.
Celebramos a los funcionarios de inteligencia de nivel medio que se expresaron en contra de la defectuosa y tergiversada información que fue usada para justificar la invasión a Irak, gran parte de la cual provino de oficinas especiales del Departamento de Defensa. Denunciamos la criminal revelación de la condición de funcionaria de la CIA de Valerie Plame por parte de dos “altos funcionarios de la administración”, un frío acto de venganza política debido a la crítica por parte de su esposo de las mentiras del Presidente y un duro mensaje para otros disidentes. (“Nombrar nombres” puede dañar seriamente las funciones de la Agencia. El disidente de la CIA Philip Agee, al hacer justamente eso a principios de los 70, forzó la reorganización total de las operaciones en Latinoamérica.) Y reaccionamos con gran sorpresa cuando Richard Kay, también de la CIA, en un admirable gesto de honestidad, declaró ante el congreso que la búsqueda de las ADM había sido infructuosa. (Dada la historia de la CIA en relación con la falsificación de documentos y colocación de armas, ¿quién entre los escépticos razonables no temió de que EE.UU. inventaría la existencia de armas prohibidas en Irak?) Finalmente, hasta los izquierdistas pudieran desear que la CIA fuera mejor en sus tareas, incluyendo las operaciones encubiertas, cuando se preguntaban si un exitoso “golpe” clandestino a Osama bin Laden no nos hubiera librado del dolor del 11/9 y en definitiva hubiera sido preferible a la problemática invasión a Afganistán.
Basados solamente e n nuestra reacción a la denuncia de Plame, amigos preocupados y opositores políticos han estado preguntando: “¿Desde cuando han sido ustedes admiradores de la CIA?” Es una buena pregunta. Sin embargo, el apoyo calificado para un personal selecto de la agencia y el reconocimiento de los peligros posteriores al 11/9 no debe enmascarar otras formas censurables en que los viejos patrones de comportamiento de la CIA permanecen igual.
Misión rastrera
Es importante, antes de presentar todo el cuadro en relación con Irak, aclarar la distinción entre el uso apropiado y el inapropiado de las agencias norteamericanas de inteligencia. La CIA fue creada en 1947 por medio de la Ley de Seguridad Nacional. Su tarea original era la de acopiar y analizar información acerca de los enemigos exteriores de Estados Unidos y de esa manera permitir al presidente, el Pentágono y el Congreso responder a las amenazas existentes y potenciales. Entre sus premisas básicas se encuentra que es ventajoso para los funcionarios electos –independientemente de su partido e ideología– tomar decisiones basadas en hechos sólidos y especulaciones informadas, en vez de sobre conceptos erróneos o alarmas irresponsablemente falsas. Hasta ese punto, el acopio de información es teóricamente una tarea apolítica. Por eso es que las agencias de inteligencia se nutren de funcionarios administrativos de carrera, no de personal nombrado de manera rotativa leal a una administración en particular.
Sin embargo, sería ingenuo pensar que la inteligencia del mundo real ha funcionado de esa manera. Casi desde su inicio la CIA fue más allá de sus límites y comenzó a manipular clandestinamente las políticas internas de otros países. Las primeras de tales operaciones fueron las de garantizar la derrota de los comunistas en Francia e Italia en 1948. A eso le siguieron décadas de trabajo político mucho más sucio. La CIA derrocó a líderes elegidos democráticamente no sólo en Guatemala, sino en el congo (1960), Chile (1973) y en otras partes. Desarrolló largas y sangrientas operaciones de contrainsurgencia en lugares como Viet Nam y El Salvador. Y en busca de objetivos a corto plazo creó monstruos sobre los cuales perdió más tarde el control, como los muyajadines que combatieron a los soviéticos en Afganistán, los incluían a individuos como Osama bin Laden. En cada caso, la agencia actuó con poco conocimiento del público o supervisión del Congreso.
El espionaje inapropiado por parte de la CIA, en una historia ahora enmascarada en los medios norteamericanos por medio de la amnesia y la autocensura, también contribuyó poderosamente a la actual situación en Irak. Durante 1998, inspectores internacionales de armamentos se vieron obstaculizados por Saddam Hussein. Hussein se negó a cooperar con equipos de la ONU aduciendo que esos equipos estaban llenos de “espías y agentes norteamericanos”. Independientemente de sus motivos ulteriores para hacer tales acusaciones, resultó que Hussein tenía razón El 2 de febrero de 1999 The Washington Post reportó que EE.UU. había “infiltrado a agentes y equipos de espionaje durante tres años en los equipos de control de armamentos de Naciones Unidas en Irak, sin conocimiento de la agencia de ONU, para espiar a los militares iraquíes”. Reportes similares aparecieron en The New York Times y The Boston Globe. Sorprendentemente estos periódicos se retractaron de sus propias informaciones durante la reciente preparación para la Guerra, calificando de “suposiciones” lo que había reportado como hecho consumado.
Uno puede despreciar a Hussein y aún así reconocer que, como todo gobernante, tenía interés en mantenerse en el poder. Por tanto, era enteramente predecible que él no reaccionaría amablemente a los esfuerzos encubiertos por derrocarlo. Por su parte Scout Ritter, el disidente de UNSCOM, apreciaba esta sencilla lógica. Él señaló que el espionaje de la CIA había violado la letra y el espíritu de las inspecciones. Renunció al UNSCOM y denunció el hecho. EE.UU. y no Hussein, insistió Ritter, violó el acuerdo. Por decir esto fue atacado furiosamente por la administración Bush y ridiculizado por los medios.
La salida de los inspectores resultó ser desastrosa. Al marcharse ellos el mundo solo tenía un cuadro borroso del estado de las ADM de Irak, lo que allanó el camino para las tenues, belicosas y finalmente fatuas acusaciones de la administración Bush acerca de la “grave y creciente” amenaza iraquí.
La aprobación del caso a favor de la guerra
Al hacer una inspección de cerca, la CIA también demostró desempeñar un papel vital en las falsedades para hacer la guerra. Independientemente de la probidad de los analistas de bajo nivel, el entonces recientemente designado Director de Inteligencia Central George Tenet –el funcionario de la CIA que en última instancia toma las decisiones– apoyó a la administración en sus argumentos acerca de las ADM iraquíes en el momento decisivo. Tenet admite haber apoyado la infame acusación de Bush en el discurso del Estado de la Unión en enero de 2002 de que Irak había tratado de comprar torta amarilla de uranio a la nación africana de Níger. Semanas después Tenet estuvo sentado junto a Colin Powell mientras el Secretario presentaba su caso ante la ONU. Aún peor, Bob Woodward reporta ahora que Tenet dijo a Bush que su caso acerca de las ADM era un “jonrón”, a pesar del supuesto escepticismo del Presidente cuando lo escuchó en la Oficina Oval de boca de altos analistas de la CIA. Bush tomó la decisión de ir a la guerra sólo días después.
Tal servilismo insensible por parte del Director de Inteligencia Central es, desafortunadamente, nada nuevo. El caso más costoso y dolorosamente pertinente en el pasado es Viet Nam. Ya desde 1965 el analista de nivel medio Sam Adams había demostrado sistemáticamente que el principal adversario de Estados Unidos, el Viet Cong, tenía muchos más efectivos y apoyo popular en Viet Nam del sur que lo que el Presidente Jonson, sus planificadores de guerra o incluso el Director de la CIA Richard Helms querían reconocer. La fatal implicación era que las propuestas escaladas de tropas sólo servirían para suministrar más carne de cañón a un enemigo demasiado grande y decidido como para derrotarlo. De manera similar, el oficial de inteligencia Ralph McGehee encontró comunistas por todas partes en los estados fronterizos de Laos y Tailandia.
Estos hombres honorables y casi extravagantemente patriotas, en vez de ser escuchados y recompensados por sus superiores fueron ignorados y demovidos. Después de haber sido sacado de su puesto en Tailandia, McGehee asistió en 1968 a una conferencia en Saigón de William Colby, jefe de la unidad con el eufemístico título de Equipo de Apoyo a Operaciones Civiles y Desarrollo Rural en Viet Nam (y sucesor de Helms como director de la CIA). McGehee fue testigo de una escena de pesadilla en la que los máximos jefes de la CIA, manejando cifras acerca de “Muertes de VC” e informes incomprensibles de inteligencia, parecían incapaces o indispuestos a dejar de luchar en una guerra improductiva e inmoral. En su momento más angustiado, escribió McGehee en sus memorias de 1983 Engaños mortales: mis 25 años en la CIA, pensó en colgar una banderola desde el techo del cuartel general de la agencia en Saigón y que dijera “Que se joda la CIA” o “LA CIA miente”, y lanzarse después al vacío.
Sólo podemos elucubrar si el decepcionante caso a favor de la Guerra en Irak haya provocado una desesperación similar entre la gente de fila de la CIA. Cualquiera que sea el resultado, la agencia parece estar implicada en el más reciente y feo escándalo que haya emergido de la ocupación norteamericana. Las fotos de los abusos en la prisión iraquí de Abu Ghraib recuerdan otros atroces aspectos de la conducta de la CIA en Viet Nam. En un esfuerzo de contrainsurgencia llamado “Operación Fénix”, durante años la CIA supervisó de manera sistemática el encarcelamiento, abuso y asesinato de sospechosos de pertenecer al Viet Cong. Repleta de detenciones arbitrarias de personas inocentes y ajustes de cuentas por parte de inescrupulosos operativos sudvietnamitas, la Operación degeneró en lo que un observador llamó “un baño de sangre contraproducente” que costó hasta 40 000 vidas.
El 11 de mayo, el Mayor General Taguba confirmó en su testimonio ante el Senado que oficiales de la CIA estaban implicados en controvertidos interrogatorios en Abu Ghraib. Sin embargo, Taguba no detalló su conducta. Por una parte parece que la agencia, en Irak y otras partes, puede haber sido menos imprudente y abusiva que los equipos que operaban bajo Donald Rumsfeld. El testimonio de Taguba se realizó solo unos días antes del artículo de Seymour Hersh de que el Secretario de Defensa había creado un Programa de Acceso Especial (SAP) para manejar, entre otras cosas, interrogatorios delicados en Irak. El SAP, que exacerbó el conflicto interno entre el Departamento de Defensa y la CIA (el cual puede haber contribuido a la renuncia de Tenet), estaba formado por equipos que operaban fuera de la CIA y que finalmente se ganaron fuertes objeciones de la agencia. Por otra parte, está claro que la CIA posee una culpabilidad significativa en relación con el escándalo internacional. El 12 de mayo The New York Times reportó las acusaciones de un afgano que dijo que había sufrido abuso físico y sadismo sexual a manos de oficiales de la CIA mientras estuvo prisionero en junio pasado. The Washington Post confirmó la misma semana la existencia de un GULAG global dirigido por la CIA en el cual centenares de sospechosos de la “guerra al terror” se encuentran en lejanas instalaciones ultra secretas más allá de las fronteras de la supervisión y, es de temer, cualquier norma creíble de conducta humanitaria. Aun faltan otras investigaciones periodísticas y congresionales del papel de la CIA en el escándalo de las torturas.
¿Abolir la CIA?
Aunque la CIA aún no ha sido acusada por estos abusos, los fracasos de inteligencia acerca de la conspiración del 11/9 y de las AMD en Irak han producido discusiones acerca de cómo las agencias norteamericanas de inteligencia pueden ser reformadas. La publicación de dos informes acerca de la CIA, así como el informe de la Comisión del 11/9 dio más vida a esa idea. La renunci9a de George Tenet también amplió los pedidos de reforma. Pero las prescripciones actuales tienden a pedir sólo cambios de ciertas responsabilidades administrativas y traslados burocráticos que permitan una mayor coordinación entre agencias como la CIA, el FBI y los buroes militares de inteligencia. Tales cambios no irán a la raíz de los problemas históricos; falta de supervisión, politización de la inteligencia y uso de operaciones encubiertas por el ejecutivo con propósitos inmorales.
Estos problemas crean la necesidad de un reexamen crítico de la misión original de la CIA. Los observadores han expresado preocupación de que la CIA, en efecto, haga inmune a la política exterior a una fiscalización externa, o que al menos sirva como una herramienta de discreción presidencial. Durante años eL sentido de santidad de la misión de la CIA y la obsesión por el secreto acalló estas preocupaciones. Durante la Guerra Fría, cuando el anticomunismo tenía la condición de una cruzada, la CIA se veía a sí misma como una elegida súper patriótica, investida con el solemne deber de proteger a la república. Esencialmente su mensaje era: “Si ustedes supieran lo que yo sé acerca de los peligros del mundo, ustedes actuarían como nosotros. Sin embargo, por razones de seguridad nacional ustedes no pueden saber ni lo que nosotros sabemos ni lo que hacemos. Van a tener que confiar en nosotros”. A la larga, el público lo hizo y la doctrina de la CIA de “negación creíble”evitó exitosamente las acusaciones periódicas de fechorías.
Fue necesaria una letanía de oscuras revelaciones durante los años 70 acerca de la conducta de la CIA, desde intentos de asesinato hasta espionaje en el interior del país y el entrenamiento de escuadrones de la muerte, para que se destrozara la confianza y se hicieran serias reconsideraciones acerca del funcionamiento de la CIA. McGehee sacó en conclusión de sus años de servicio que “la CIA no es ahora ni ha sido nunca una agencia central de inteligencia. Es el brazo de acción encubierta de los asesores de política exterior del Presidente. En esa condición, apoya o derroca a gobiernos mientras informa de ‘inteligencia’ que justifica esas actividades”.
Críticos moderados trabajaron para hacer más riguroso el proceso de supervisión y la aprobación de operaciones encubiertas, reformas deshechas en gran medida bajo el Presidente Ronald Reagan, lo que nuevamente sumió a la agencia en el escándalo.
El 11 de septiembre de 2001, en un trágico giro, dio a la CIA un nuevo y superior propósito: defender a EE.UU. contra el enemigo terrorista global –y le restauró su dañada reputación. Una vez más, la CIA se presentaba como la fuerza de vanguardia en la protección del modo norteamericano de vida. Una actitud de confianza ciega en la agencia y en su uso por el Presidente se convirtió de nuevo en la norma.
Bush y la propia CIA han comenzado a minar esa confianza. En este contexto, los progresistas que estudian el oscuro pasado de la agencia y temen lo peor del futuro, pueden sencillamente abogar por la abolición de la CIA. Pero como esta exigencia es muy poco probable que se satisfaga en el actual clima político, no debe sustituir a llamados más inmediatos a corto plazo para garantizar, como mínimo, que las agencias norteamericanas de inteligencia ofrezcan información creíble e inmune a la manipulación política, respeto por los derechos humanos y que eviten alienar a la comunidad internacional.
En cuanto a la inteligencia, EE.UU. necesita un proceso para la evaluación neutral de los riesgos de seguridad nacional –una pantalla o muro de contención entre la CIA y el ejecutivo para evitar más engaños mortales. Incluso los principales legisladores reconocen que hay demasiado en juego como para que la inteligencia sea manipulada por agendas privadas o intereses partidarios. (Los falsos alegatos de amenazas, por ejemplo, pueden llevar a que el mundo acuse a EE.UU. de gritar “ahí viene el lobo” cuando surjan los verdaderos). En cuanto a las operaciones encubiertas, el Congreso debe retirar el cheque en blanco que dio al Presidente después del 11/9 para hacer la guerra dónde, cuándo y cómo le parezca, sin prácticamente ninguna rendición de cuenta.
El conocimiento explícito del vergonzoso historial de la CIA en materia de derechos humanos debe ser un aspecto central al evaluar las operaciones de la agencia. En la era posterior al 11/9, hemos tenido que reaprender dolorosamente que la fe ciega y la idea perniciosa de que el imperativo de seguridad nacional justifica cualquier cosa hecha en su nombre es una receta para el desastre político y moral.