Los progresistas se enfrentan a una decisión importante cuando formulan sus argumentos acerca de lo que está mal en la política exterior norteamericana –una decisión acerca de cuál de las dos perspectivas adoptarán. Una primera perspectiva está basada en lo que puede llamarse una visión de “buena fe” de las acciones norteamericanas en el extranjero. Con esta visión, uno acepta los objetivos declarados de la política exterior de EE.UU. y concede la idea de que el gobierno de EE.UU. tiene la intención de promover la democracia en el mundo y que instituciones como el Banco Mundial están tratando de reducir la pobreza global. Las críticas son que tales actores han fracasado en alcanzar estos objetivos –e incluso que han provocado resultados contrarios.
Aunque hasta los moderados hacen tales críticas de buena fe al Establishment de la política exterior de EE.UU., una segunda visión de “mala fe” tiende a producir una crítica más radical. Con esta perspectiva se argumenta que los actores políticos y económicos norteamericanos no han fracasado. Por el contrario, han sido muy exitosos en promover un conjunto de objetivos totalmente diferentes. Es más, han tenido éxito en fortalecer un orden internacional basado en la ganancia en vez de en la necesidad humana, y han distribuido la riqueza hacia arriba a los segmentos más prósperos de la sociedad global. El lenguaje de la elite global acerca de la democracia, los derechos humanos o la reducción de la pobreza es sencillamente un adorno de este conjunto menos atractivo de metas.
La actitud ante este asunto conformará de manera fundamental la visión de qué es lo que motiva a los funcionarios de la Casa Blanca, economistas desarrollistas de la tendencia principal y ejecutivos de corporaciones. Dicho directamente, la pregunta planteada por estas dos perspectivas de la política norteamericana es: ¿son pillos o idiotas? ¿Son malvados o sencillamente estúpidos?
Voy a hablar en términos generales acerca de este dilema, aunque ustedes pueden usar numerosos ejemplos históricos para hacer una discusión en mayor profundidad de estas cuestiones.
Existen importantes razones de por qué la visión de mala fe a menudo produce mejores análisis de EE.UU. en el mundo. La discusión fundamental de la política tiende a enfocarse en personalidades individuales y en perfiles psicológicos. Se vacila en adscribir motivos de mala fe a decisores específicos de políticas. Esto es comprensible, ya que un individuo en particular puede que no sea una mala persona; los funcionarios del Departamento de Estado probablemente amen a sus hijos y acaricien a sus perros. Sin embargo, con ese enfoque individual, este análisis no tiene en cuenta el hecho de que los intereses de clase e institucionales conforman el comportamiento de manera significativa. Un Director General puede ser compasivo y generoso, pero si no puede crear valores para sus accionistas de manera tan eficiente como sus competidores será destituido.
En momentos en que no son retóricamente cautelosos, los individuos en el sistema de política exterior pueden ser muy explícitos en cuanto a sus objetivos. Aseguran que actúan en pro del “interés nacional”, y definen éste como actuar a favor de los negocios norteamericanos y crear un sistema en el cual nuestro pueblo prospere. Desde que la rivalidad de la Guerra Fría se hizo obsoleta, el interés económico directo ha pasado cada vez más al primer plano de esta definición. La experiencia de la política exterior norteamericana sugiere que cuando la democracia y el beneficio económico chocan, Washington siempre ha favorecido la ganancia económica. En el mejor de los casos, se supone que la democracia y los derechos humanos serán beneficios indirectos de un sistema de libre mercado. Por esta razón, parece sensato enfocar la retórica altisonante con escepticismo y hacer uso de una perspectiva de mala fe.
Al mismo tiempo, la perspectiva de buena fe tiene un número de ventajas que la hacen significativa en un diálogo acerca de la política exterior. Primero, tiene usos pragmáticos. La mayor parte de los norteamericanos creen que el país está a favor de promover la democracia y los derechos humanos: estas ideas se nos inculcan en la escuela y se divulgan de manera acrítica en nuestros medios masivos. En este contexto, comenzar con una perspectiva de “buena fe” es una forma de participar en el debate para dirigirse a la gente. Tomar una aseveración de la Casa Blanca de que promueve la democracia y luego demostrar cuán equivocadamente EE.UU. ha actuado para obtener ese objetivo puede ser un poderoso argumento, mientras que una actitud de mala fe de que EE.UU. no está interesado en la democracia parece ser simplemente cínica.
Segundo, los argumentos de buena fe y de mala fe no debieran verse como mutuamente excluyentes. Una vez que uno muestra de forma clara que la política exterior ha fracasado una y otra vez en lograr sus objetivos declarados, uno puede plantear dudas acerca de cuáles son verdaderamente los objetivos de los que deciden la política. De esta manera, un buen argumento de buena fe puede ser una fuerza radicalizadora.
Tercero, al igual que los principales análisis hacen énfasis en las buenas intenciones de los individuos y olvidan las fuerzas institucionales, la perspectiva de mala fe puede caer en el mal hábito similar de adscribir motivos malvados a los actores individuales. Debido a esto, puede que no perciba conflictos internos y fisuras en el seno de las instituciones hegemónicas. Puede que también tarde en identificar a “desertores” dentro de la corriente principal de la economía y la política exterior –gente que se han convertido en críticos de sus jefes. En el debate de la globalización, la deserción de los prominentes economistas Jeffery Sachs y Joseph Stiglitz, ex Economistas Principales del Banco Mundial, dio tremenda credibilidad a los argumentos del movimiento por la justicia global. En meses recientes, la dura crítica pública a la administración Bush por parte de Richard Clark, David Kay y una legión de otros funcionarios ha hecho grave daño al esfuerzo de guerra de la Casa Blanca. Desde una perspectiva progresista, ninguna de esas figuras ofrece un análisis ideal o complete de la política exterior. Pero la conciencia de sus limitaciones no debe dejar de ver la importancia que tienen en un debate público predominantemente de buena fe.
Por último, más allá de las consideraciones pragmáticas, hay una importante debilidad de la visión de mala fe que debe ser atemperada. La perspectiva de mala fe puede provocar una visión monolítica y ahistórica del gobierno y de las instituciones financieras internacionales. Se presta a un cinismo que desecha la manera en que esos organismos cambian con el tiempo, cómo han sido afectados por los movimientos sociales y cómo presentan oportunidades para la acción. No toda Administración es tan agresiva y explotadora como la próxima; no toda política desarrollista concede tanto al mercado como el neoliberalismo; y los progresistas a veces obtienen posiciones de poder dentro de esas instituciones, las cuales pueden ayudar a producir verdaderas victorias. Hasta las pequeñas diferencias pueden tener gran impacto en la vida de la gente, tanto en el exterior como en el país. A no ser que ustedes tengan una teoría revolucionaria de todo o nada, el activismo tratará de lograr cambios en aumento dentro de un sistema que no es ideal.
El hecho de que el aparato de política exterior cubre sus acciones con la retórica de los derechos humanos y la democracia, nos deja a nosotros en mejor posición moral. Debemos aprovecharnos de esa situación. Apoyar los movimientos verdaderos por la democracia y los derechos humanos es una piedra angular del internacionalismo progresista. Las acciones del gobierno norteamericano y de los organismos financieros pueden ayudar a estos movimientos o, como casi siempre sucede, hacerles daño. No podemos hacernos ilusiones de que el sistema de política exterior promueva políticas para hacer lo primero. Y no tenemos que ser tan ingenuos como para asegurar que el verdadero “interés nacional” de los ciudadanos norteamericanos es promover esos ideales.
Referente a eso, una visión de mala fe –que elimine las racionalizaciones agradables de la política exterior– puede que sea vital para comprender el historial de nuestro gobierno. Pero una visión de buena fe –que exija una identidad nacional diferente– será necesaria para reimaginar su futuro.