La noticia, dicha directamente, es que el mundo nos odia. Hace menos de dos años, después de los ataques del 11/9, llegaron sentimientos de condolencia a los Estados Unidos desde todas partes del mundo. Pero los que ostentan el poder en Washington trocaron esa buena voluntad en desconfianza y desprecio.
Los resultados de las encuestas publicados por el Centro Pew de Investigaciones en la primera semana de junio verificaron los temores que habían expresado los críticos del aventurerismo militar de Bush. “El anti americanismo ha aumentado, pero también se ha extendido”, dijo el director de Pew Andrew Kohut. No solo se ha intensificado el sentimiento negativo acerca de nuestro país en lugares como Turquía, Indonesia y el Medio Oriente, “ahora se le encuentra en lugares remotos de África… La gente ve a Estados Unidos como una amenaza real”.
Entre nuestros aliados tradicionales, 85% de los franceses y 70% de los alemanes, españoles, australianos, sudcoreanos y canadienses creen que Estados Unidos no tiene en consideración los intereses de otros países.
Es difícil disputar que esto signifique una nueva baja para la diplomacia norteamericana. Pero hay otra pregunta: ¿Importa realmente? Dado el arrollador poderío militar norteamericano, ¿qué importancia tienen las encuestas de opinión?
El poder global no tiene como premisa una prueba de sabor ni, como dice el propio Bush, un “grupo de enfoque”. A algunos puede complacerles la idea de que al ser confrontado con la famosa pregunta de Maquiavelo concerniente a “si es mejor ser amado que temido o temido que amado”, nuestro Presidente simplemente optó por lo último.
Sin embargo, hay razones para creer que esta visión es miope. En el mejor de los casos, la mayoría de las personas reconocen que el resentimiento global amenaza nuestra seguridad. Mirar al mundo y preguntar “¿Por qué nos odian?” no significa mucho si la próxima pregunta es: “¿Qué importa lo que piensen?” Alienar a nuestros aliados impide el tipo de trabajo policíaco cooperativo necesario para perseguir a los terroristas. Y aunque nuestras inversiones en tanques y misiles pueden intimidar a los estados rivales, no logran mucho en el control de los terroristas.
Sin embargo, esta preocupación interesada por nuestra propia seguridad produce solamente la razón más atemorizante de por qué el pueblo de Estados Unidos debiera prestar atención a la opinión mundial. No debiera ser demasiado pedir que una preocupación por las opiniones de los demás pueda surgir de un sentido de camaradería y solidaridad, más que de nuestro temor de un ataque del exterior.
¿No estamos en contra del terrorismo en cualquier parte? ¿No es la paz que buscamos una paz global? Si los hechos del 11/9 no inspiran un sentimiento de compasión por los que regularmente confrontan en el mundo su vulnerabilidad, entonces hemos fracasado en comprender una lección vital.
Quizás sea moralista esperar este tipo de solidaridad, Quizás tales sentimientos no caben en los asuntos diplomáticos. Pero ese no es el caso en la actual política exterior de Estados Unidos. El hecho peculiar es que, en el escenario mundial de hoy, todo el mundo asegura actuar en interés de la comunidad mundial, en beneficio de los pobres.
El Presidente Bush parece que quiere ser amado.
La visión del mundo que tiene la Casa Blanca es muy moralista. Principalmente invoca la idea de libertad para justificar sus acciones. En un artículo de opinión de The New York Times escrito para el aniversario del 11 de septiembre, el Presidente anunció que “la obtención del triunfo de la libertad” es “la mayor misión de Estados Unidos”. La libertad es lo que nos separa de los “malvados”. Exige que “liberemos a otras naciones”.
No hay que especular acerca de lo que implicará esta libertad. Una visión muy particular del concepto reside abiertamente en la retórica. Hay “un solo modelo sostenible para el éxito nacional”, anunció la Estrategia de Seguridad Nacional de la Administración Bush. Tiene que ser por medio de la “libre empresa” y el “libre comercio” en “cualquier rincón del mundo”.
“Si uno puede hacer algo que los demás valoran”, dice la Casa Blanca, “uno debe poder vendérselo. Si otros hacen algo que uno valora, uno debe poder comprárselo. Esta es la verdadera libertad”.
La autonomía y la autodeterminación parecen estar fuera de este “modelo único”, fuera de la “verdadera libertad”. Los pueblos europeos no son libres de decidir instaurar, como medida de precaución, una prohibición a alimentos modificados genéticamente. Por el contrario, Estados Unidos enarbola la libertad de las empresas agrícolas de acceder a los mercados extranjeros. (En este caso, otro de los argumentos morales de Bush plantea que Europa es culpable de “obstaculizar la gran causa de terminar con el hambre en África”, causa que aparentemente apoyan con entusiasmo los Directores Generales de las corporaciones.)
El tipo de libertad ofrecido por la liberación militar también puede ser limitada. Los que vigilan los medios en Justicia y Precisión en las Noticias señalaron un lapsus del 19 de marzo de Tom Brokaw en el que el conductor de NBC expresó un sentimiento que subyace en la superficie de la política exterior neoconservadora de Washington: “No queremos destruir la infraestructura de Irak”, dijo, “porque dentro de pocos días vamos a ser dueños del país”.
La opinión pública internacional desmiente la cruzada del bien de nuestro Presidente. Los que conforman la mayoría del mundo dicen que no. Ellos le dicen a la Casa Blanca que no les haga más favores. Ellos confirman que la verdadera libertad no permite la ambición imperial.
Sin embargo, también hay un mensaje esperanzador; éste sugiere que quizás no nos odian después de todo. Cuando se les pidió que distinguieran entre el pueblo y el gobierno norteamericanos, grandes mayorías de Francia, Alemania, Gran Bretaña e Italia manifestaron una visión favorable del pueblo norteamericano. En otras partes también – Indonesia, Marruecos, Paquistán, Nigeria – los que hablaban negativamente de nuestro país se referían al gobierno que ostenta el poder en Washington, no a sus ciudadanos.
El rechazo a la “liberación” del ataque preventivo y la “libertad” de la expansión corporativa no significa encerrarse en el aislacionismo. Los americanos estamos indisolublemente vinculados a los que hablan por medio de las encuestas de opinión y de la protesta internacional. La distinción que hacen entre nuestro pueblo y nuestro gobierno debiera guiar una visión moral del mundo.