Una contradicción rara aflige a los movimientos sociales no jerárquicos. Los activistas más reacios a crear mecanismos formales para nombrar a sus propios líderes así conceden este mismo poder a los medios de comunicación. Esto por cierto ha sido el caso dentro del movimiento antiglobalización, en el cual ha preponderado un ethos anarquista. Confrontados por una red profunda de grupos de presión, de consejos y organizaciones locales, los medios de prensa se han desesperado por tener personajes públicos reconocibles que se puedan presentar como testaferros. Han llevado, entonces, unos cuantos escritores e intelectuales a la atención pública. Entre ellos, una de las más notables es Naomi Klein- la periodista canadiense de 40 años.
En primer momento, Klein resultó un ejemplo excepcional de buena sincronización. Justo cuando su primer libro, No logo: el poder de las marcas, iba a la imprenta, manifestaciones históricas estallaron en Seattle contra las reuniones ministeriales de la OMC en noviembre del 1999. El movimiento antiempresarial descrito en su libro pasó de considerarse una colección de campañas internacionales clandestinas y poco organizadas a un fenómeno global genuino. El libro vendió más de un millón de copias en todo el mundo.
Aunque pareciera una confluencia fortuita, Klein no llegó a ser éxito por pura casualidad- ella había interpretado bien el ambiente político. Según Klein, cuando era alumna universitaria en Canadá a principios de los 1990, “la política estudiantil se centraba en asuntos de la discriminación y de la identidad.’’ Pero cuando volvió a hacer investigaciones en unas universidades cinco años después, percibió un cambio. Los análisis de los alumnos ‘‘se ampliaban hasta considerar el poder de las corporaciones, los derechos laborales, y un análisis bastante desarrollado del funcionamiento de la economía global.’’ Cuando otros libros empezaban a argumentar, en las palabras de Klein, que ‘las corporaciones habían crecido tanto que ya suplantaban los gobiernos,’ ella se puso a retratar los esfuerzos de resistencia contra ellas. Como resultado, se produjo uno de los informes existentes más astutamente observados de las motivaciones, de los puntos de vista, y de las exigencias del naciente movimiento de justicia global.
Siendo una obra de la crítica cultural genialmente astuta, los periodistas frecuentemente se refieren a No logo como a la ‘Biblia’ del movimiento. Esta es una analogía floja: nunca he visto a un activista de la antiglobalización levantarlo como si fuera una escritura sagrada, y de hecho el libro se presenta mucho más como una guía que como un manifiesto. Antisectario hasta la médula, logra captar tanto a los creyentes como a los escépticos, usando ejemplos jugosos de la vida en esta nueva ‘edad de la corporación.’ Klein relata las palabras de un vendedor de vaqueros Diesel, que mantuvo que el producto no fue una prenda de vestir en sí, tanto como fue ‘‘la manera de vivir…la manera de vestirse…la manera de hacer algo.’’ La meta de las multinacionales en esta época, expone Klein, se centraba en la dirigencia de sus marcas en vez de la producción de los bienes mismos, los cuales probablemente se fabricaron en talleres de explotación laboral en el sudeste de Asia. Más y más, los publicistas de entonces entraban sigilosamente en las escuelas y en los espacios públicos. Y para impedir disensión auténtica, las empresas seducían a los hipsters con anuncios irónicos, y ofrecían resistencia enlatada en forma de la cola ‘Revolución.’ En aquel momento, todo eso fue profético: el libro llevó adelante las luchas de los movimientos globales por el medio ambiente y para los sueldos dignos, legitimándoles como respuestas eminentemente razonables.
Por parte de Klein, mucha de su popularidad se debía a la ausencia de pretensas esnob en su política. En No logo, la autora hace referencia a anécdotas como su trabajo de adolescente, cuando doblaba jerséis en una tienda de Esprit en Canadá; y de sus excursiones familiares al campo, en cuyas memorias más queridas viraba el cuello para mantener en vista los señales de plástico enormes de McDonalds y Burger King que encontraba en el camino. Cuenta que su hermano mayor, al cumplir los 6 años ‘‘ya tenía memorizadas todas las canciones publicitarias de los anuncios televisivos, y pegaba saltos por la casa en una camiseta del Increíble Hulk,’’ declarándose “Cuckoo for Cocoa Puffs.” Todo esto les consternaba mucho a sus padres- una pareja hippy estadounidense que se mudó a Canadá para evitar el llamamiento durante la Guerra en Vietnam.
Tales experiencias contribuyeron a formar las finas sensibilidades políticas de Klein. Por pertenecer a una generación que sentía profundamente el poder seductivo de las máquinas de propaganda corporativa, ella mejor podía articular el deseo creciente de liberarse de su control. Al final, llegaría a ser la digna portadora del radicalismo de su familia. Entre todos aquellos que ascendieron a formar la dirigencia pública del movimiento, pocos lograron ser voceros más elocuentes y responsables que ella. Y a pesar de su fama creciente, Klein se ha mantenido resuelta en su demanda por una justicia económica, apasionada por hacerse responsable de las redes de base y de los activistas ciudadanos, e intrépida en desafiar ellos que defienden el privilegio de los poderosos. Estas características resultaron invalorables durante la Administración Bush.
* * * * *
Poco después de la publicación de No logo, Klein publicó una colección de sus ‘‘informes desde las primeras líneas del debate sobre la globalización.’’ Pero pasaron varios años antes de que saliera su obra mayor siguiente: La doctrina del shock- el auge del capitalismo del desastre. Cuando salió en el otoño del 2007, el libro pertenecía a una época que ya era nueva.
El libro surgió del reportaje hecho por Klein en Irak, Nueva Orleans, y en Sri Lanka en el tiempo posterior al tsunami. De estas escenas, observó un modelo común. En el caso de Irak, el dirigente de la ocupación militar Paul Bremmer siguió la campaña ‘ataque y pasmo’ con el anuncio de la creación de una economía profundamente privatizada, la cual se basó en lo que describió El economista como ‘una lista de deseos con la que sueñan los inversores extranjeros y los donantes internacionales.’ Corporaciones como Halliburton, Bechtel y Blackwater vinieron de repente para aprovechar, cargándose con trabajos que una vez se consideraban propios del Ejército Estadounidense. La industria petrolera, mientras tanto, esperaba los perspectivos lujuriosamente. En el caso de Sri Lanka, las playas blancas borradas por el tsunami de 2004 pasaron en seguida bajo el control de la industria hotelera, la cual construía grandes centros turísticos impidiendo a miles de pescadores autóctonos que reconstruyeran sus pueblos. Y tras la destrucción de Nueva Orleans por el Katrina, el Heritage Foundation produjo una lista de treintidos programas políticos neoliberales duros para implementar en el nombre del “auxilio post-huracán.” Exigió la suspensión de las leyes del salario general y la creación de una “zona de iniciativa libre a impuesto fijo,” y fue adoptado en seguida por la Administración Bush.
Klein da nombre a esta serie de “ataques organizados contra las instituciones y bienes públicos después de los acontecimientos catastróficos, declarándolos al mismo tiempo atractivas oportunidades de mercado.” Según ella, esto se define “capitalismo del desastre.”
“Cuando me puse a investigar sobre los enormes beneficios de las empresas y los desastres enormes,” dice Klein, “pensé que me hallaba frente a un cambio radical en la forma en que la ‘liberalización’ de los mercados se desarrollaba por todo el mundo.” Al examinar el caso más de cerca, descubrió que este modelo tenía raíces históricos todavía más profundas. Al final, ella concluiría que “la idea de aprovechar las crisis y los desastres naturales había sido el modus operandi clásico de los seguidores de Milton Friedman desde el principio.” Durante las últimas tres décadas, los neoliberales han ido perfeccionando la estrategia: esperar una crisis devastadora, vender partes del estado a los actores privados mientras la ciudadanía se tambaleaba del shock, y de repente hacer permanentes las “reformas.” Esto es, en pocas palabras, “la doctrina del shock.”
Como metáfora para el principio, Klein relata la historia de los experimentos del Dr. Ewen Cameron, apoyados por el CIA y hechos en la Universidad McGill a finales de los 1950 y a comienzo del 1960. El doctor poco ético implementó un programa extremo de la terapia del choque, la cual inducía en sus pacientes la regresión y el amnesia, así borrándoles a una página en blanco, y volviendo a crearles una personalidad de cero. Como terapia fue un fracaso total, pero les llamó a la atención a los interrogadores de la CIA, que luego promovían el electroshock para hacer a sus prisioneros “caer en un estado de regresión y de terror tal que no pueden pensar racionalmente ni proteger sus beneficios propios.” Las víctimas estaban tan asustadas que ya no tenían secretos.
En la implementación más amplia de la ideología neoliberal, los choques se implementan al nivel más social que al personal. Klein argumenta que, de un país a otro, el choque inicial de una guerra, una catástrofe natural, o una crisis económica precede un segundo periodo del choque, en el que una serie de reformas impopulares- privatización, desregulación gubernamental, y recortes de gastos sociales- pasan mientras la gente está demasiado confundida y desorientada para resistir. Al final, en un tercer periodo del shock, represión y tortura se implementan para silenciar la disensión.
* * * * *
Klein usa su marco shock para conectar una gran variedad de eventos.
Mirando cronológicamente, empieza por mostrar cómo la introducción del neoliberalismo en Chile bajo Pinochet en los 1970 siguió el modelo. Ahí, la economía de Friedman, que antes se consideraba demasiado imprudente para implementar, fue adoptada por una dictadura poco después de derrocar el gobierno democrático de Allende. En Argentina, una Junta militar implementó una serie de reformas económicas parecidas a las de Chile, y en el proceso “desaparecieron” 30,000 personas. Al otro lado del océano, en el Reino Unido en 1982, la guerra en las Malvinas permitió a Margaret Thatcher “usar esfuerzos tremendos para aplastar la revuelta de los mineros en huelga, y provocar la primera gran marea privatizadora de una democracia occidental.”
Otro tipo de crisis, la hiperinflación en Bolivia en 1985, creó un momento tan traumático que el economista Jeffrey Sachs pudiera vender su forma económica de “tratamiento de choque” extremo. El mismo orden de acceder al mercado fue recetado en Rusia en 1993, y ejecutado por Boris Yeltsin cuando mandó tanques contra el Parlamento Ruso y llevó a jefes de la oposición a la cárcel. Klein mantiene que, de Polonia a Sudáfrica, a China a los países afectados por la crisis económica asiática, “la historia del mercado libre contemporáneo…fue escrita con choques.”
La doctrina shock es un libro ambicioso, logrado, e importante también. Sus contribuciones vienen de varios puntos claves. En primer lugar, pone en plena exhibición el talento narrativo de Klein. Ella otra vez se distingue como uno de los pocos autores anglohablantes capaz de captar al mismo tiempo al público mayoritario y al radical. Si uno esté de acuerdo o no con su argumento general, sus capítulos son cápsulas valiosas de la historia de la expansión mercantil.
Por ejemplo, hay numerosas versiones que cuentan la implementación del neoliberalismo en Chile bajo Pinochet—Taller del imperio por Greg Grandin, por ejemplo, cumplió muy bien la tarea de hacer pública esta historia cuando salió en 2006. La versión contada por Klein, sin embargo, es sobresalientemente vívida y bien investigada. Ella plantea escenas apasionantes y trágicas, como del asesinato del disidente pro-Allende Orlando Letelier en Washington, D.C. después de que una bomba colocada bajo su coche detonó, su pie cortado se deja abandonado en el piso, mientras una ambulancia intentó vanamente llevarlo al hospital. Tal vez, Klein expresa la dramaticidad de los eventos más cotidianos—en un relato representa un equipo de economistas chilenos en la Universidad de Chicago, cuando “se acampaban en las imprentas del diario derechista El mercurio” en las horas que llevaron el golpe de estado de Pinochet. Ahí se encontraban apurándose para terminar, imprimir y llevar a los jefes militares copias de su “Biblia de quinientos paginas- una receta económica detallada que sería la guía oficial de la Junta desde su principio.”
Además, el mensaje central de La doctrina del shock es crítico. La autora considera el libro “un desafío contra la afirmación más central y apreciada de la historia oficial- que el triunfo del capitalismo desreglado nació de la libertad, y que el mercado libre y desregulado va de la mano de la democracia.” En lugar de esto, Klein intenta “demostrar que esta forma fundamentalista del capitalismo ha surgido en un brutal parto cuyas comadronas han sido la violencia y la coerción.” Una falta de originalidad en este argumento les ha caído mal a algunos críticos. Ellos sostienen que cualquier persona que investigue seriamente el desarrollo del capitalismo a través de los últimos siglos se dará cuenta de que la violencia es un aspecto persistente, si no omnipresente, de la creación y mantenimiento de los mercados “libres.”
En esto, estoy de acuerdo con Klein. Por cierto, uno podría fijar en una variedad de textos clásicos de la política-económica para ilustrar el hecho de que, históricamente, el mercado “libre” ha requerido acción autoritaria estatal para originarse—la obra de Karl Polanyi sale como buen punto de inicio. Sin embargo, ciertas historias exigen que se las cuenten una y otra vez. Siempre que la ideología dominante insista que la paz, la democracia y el “comercio libre” van juntos como trío armonioso, Klein tiene razón en el sentido que los talentos de analistas progresistas deben dedicarse a demostrar el contrario de modos novedosos y convincentes.
Un tercer recurso del libro es que el capitalismo del desastre, como manifestado en Irak, Nueva Orleans, y en Sri Lanka post-tsunami, es sin duda un fenómeno reciente importante, el cual probablemente irá creciendo en importancia con los efectos del acaloramiento global que se realizan cada vez más. Por nombrarlo y detallarlo, Klein ha hecho un gran servicio.
* * * * *
Pero mas allá de eso, es cuestionable que el argumento pueda servir como la base de un entendimiento más amplio de la economía global—que si la estrategia del shock bien pueda considerarse, como argumenta ella, “el método preferido para promover los objetivos corporativos.”
Los problemas de los que Klein trata en La doctrina del shock reflejan un cambio más general con respeto al debate sobre la globalización. Durante los años de la Administración Bush, la política estudiantil una vez más tomó una forma nueva. Hace unos pocos años se decía frecuentemente que el estado-nación se había vuelto un concepto obsoleto—y que las empresas transnacionales lo iban reemplazando. Pero siguiendo los pasos del 11-S, el estado se ha reimpuesto con venganza. Para los estudiantes universitarios activistas, oposición contra el regime Bush tomó prioridad sobre las campañas antiempresariales. Y para los analistas de la globalización, la tarea primaria ha sido cómo reenfocar sus explicaciones del orden mundial para que la panorama se centralizara más en el estado.
La doctrina del shock aborda esta dilema por unir lo estatal y lo mercantil enteramente. Klein sostiene que “en cada país donde se han implementado políticas de la corriente económica Chicago durante las últimas tres décadas, se detecta la emergencia de una poderosa alianza dirigente entre unas multinacionales y una clase política compuesta por miembros enriquecidos— con líneas divisorias confusas entre ambos grupos .” Según ella, el nombre propio para este sistema es el “corporativismo.” Explica que “el papel aceptable del gobierno en un estado corporativista es ser la cinta transportadora que lleve el dinero público a las manos privadas.”
De manera similar, Klein propone que la única motivación importante en la política capitalista contemporánea es la avaricia. Al puntualizar que Donald Rumsfeld y Dick Cheney, y varios ideólogos neoconservadores, tienen inversiones financieras profundas en las industrias que se benefician de la guerra contra el terrorismo, ella propone que cualquier intento de divorciar su fervor político de sus intereses comerciales es “artificial y amnésico.” Escribe desdeñosamente, “El derecho de perseguir ganancias sin límites siempre ha sido el centro de la ideología neoconservadora…en la guerra contra el terror los neoconservadores no han tenido que dejar sus objetivos económicos corporativistas; sino que han descubierto una manera nueva, y más eficaz, de lograrlos.”
En este mundo, desmontar la política a un simple fin lucrativo facilitará éxitos. Puede servir como un correctivo particularmente útil cuando la “cruzada contra el comunismo” y “combatir el terrorismo” son los motivos nobles que se evocan constantemente, y cuando nunca se admite algo tan insensible como los intereses económicos. Pero de más está decir que el movimiento es reduccionista.
La representación que Klein plantea de una clase monolítica de élites políticos-corporativos no está preadaptada para aplicarse a cualquier circunstancia política. No resulta especialmente útil para reconocer y explotar las diferencias entre los “librecambistas” Clintonistas, los Republicanos realistas, y los fundamentalistas neoconservadores. Ofrece poca ayuda en como entender Weekly Standard cuando se opone al mantenimiento de comercios normales permanentes con la China, un objetivo clave para globalistas corporativos, citando los derechos humanos como justificación. Tampoco permite distinciones entre los distintos sectores de la economía—teniendo en cuenta, por ejemplo, que los intereses de la grande industria hotelera (la cual a su vez está furiosa por los efectos negativos de la Guerra Contra el Terrorismo de Bush sobre sus negocios) no necesariamente son los mismos que tiene Halliburton. Al final, hace como omiso la posibilidad de que factores como las convicciones religiosas y el nacionalismo, independientemente de los comercios, tienen influencia sobre las políticas de la Administración Bush.
Curiosamente, aunque Klein se ponga muy bien al seguimiento del dinero, su libro no es materialista de manera que puede satisfacer a los marxistas más tradicionales. Ella evita explorar las fuerzas estructurales—por ejemplo la contracción de la economía global a partir del 1973 o el decaer de la rentabilidad de las industrias centrales—que han dado forma al auge del neoliberalismo.
Sus discernimientos sobre el uso del shock político son profundos, pero tienen también sus limites. Cuando la cronología del libro al fin llega a la invasión del Irak, su argumento da una vuelta rara. Durante todo el volumen, Klein se refiere a la metáfora “ataque y pasmo.” Por eso, sus lectores se hacen creer que la guerra de George W. Bush representará el cúspide del mismo método shock. Al contrario, es el punto en que la metáfora empieza a desenredarse.
Irak ha sido el sujeto de todos los tipos del shock imaginables. Pero en lugar de promover un estado de regresión y aquiescencia en su objeto, ha inspirado la resistencia. Richard Armitage, el Secretario del Estado Diputado de entonces, está citado diciendo que los “EE UU tenían a mano un pueblo Iraquí que estaba no-espantado y no-aterrorizado. Más allá de las implicaciones éticas y políticas de la ocupación fracasada, es sencillamente una instancia del capitalismo malo: “Le mandaron a Bremer a Irak para construir un utopía empresarial,” escribe Klein “En lugar de eso, Irak se convirtió en una distopia en la que ir a una reunión de negocios te pondría en riesgo de ser linchado, quemado vivo, o decapitado.” La autora se mantiene ambivalente hacía estos mensajes. Por un lado, las contratistas privadas que se huyeron ya ganaron billones de dólares por sus acuerdos con el gobierno, y las empresas petroleras todavía quedan fijadas en la tierra Iraquí. Por otro lado, los aspectos importantes del modelo de la crisis en sí se han caído.
Como explica Klein, resulta que el capitalismo del desastre de la época Bush es distinto de la forma más pura de la doctrina del shock. En realidad, representa una manifestación tarda, desesperada y especialmente fanática de un sistema que ya se agotó. Después de unas 400 páginas, dicha tesis modificada resulta poco satisfactorio. Mientras la esquema de Klein se va cayendo sobre su propio análisis de Irak, la repetición constante de la misma palabra “shock” la hace parecer más a un recurso rendido que una interpretación consistente e iluminadora.
El libro se burla mucho de la contención de Milton Friedman que “sólo una crisis, si ocurra en la vida o en la imaginación, puede producir cambios verdaderos.” Pero no hay razón para que esta idea sea inherentemente cuestionable desde un punto de vista progresista. En el contexto de los EE UU por sí sólo, uno podría razonar que el shock que resultó de la gran depresión de los 1930 dio a luz al New Deal. O que el movimiento de los derechos civiles, marcado por la no violencia resuelta, provocó a Bull Conner azuzar sus perros de ataque y sus mangueras de fuego, así creyendo una crisis televisada cuya shock llamó a acción a la pública. Sí, solo las teorías del cambio social más pertinazmente gradualistas pasarían por arriba de la importancia de varios “shock” en el instigar de una revuelta.
* * * * *
En la interpretación de Klein de los años Bush, sería fácil olvidarse de que hay un mundo comercial afuera del dominio de la seguridad doméstica, la industria de defensa, la construcción en gran escala, y el petróleo. Contende que “una burbuja de la seguridad doméstica, un sector industrial que la revista Wired estimó en el 2005 a valer hasta $200 billones—salvó la economía estadounidense de una crisis económica mucho más profunda después de la reventa de la burbuja tecnológica. El mercado de vivienda estadounidense fuera de control, las deudas acreedoras en expansión, y la buena voluntad de China de sostener el valor del dólar reciben poca, o ninguna atención. De manera similar, muchas de las empresas importantes mencionadas en No logo—incluso Nike, Wal-Mart, McDonald’s, Microsoft casi desaparecieron de sus relatos, como si hubieran cedido la economía global a Halliburton, Bechtel, Exxon y Lockheed Martin.
El resultado es una versión bastante revisada del carácter del capitalismo contemporáneo. “El socialismo democrático, que quiere decir no solo los partidos socialistas elegidos democraticamente, sino también las fuentes del trabajo y las tierras que se gestionan democráticamente, nunca fueron vencidos en una gran batalla de ideas, y tampoco se los rechazaron en alguna elección,” argumenta ella. “Se las quitaron por shock en las coyunturas políticas más importantes.” Por cierto, hay veracidad en el idea de que muchas de las poblaciones resistentes al neoliberalismo han sido torturadas hasta sumisión. Pero en este panorama también falta algo.
En La doctrina del shock, los poderes insidiosos y seductores del capital multinacional han desaparecido. Sin ellos, queda muy poco para explicar la situación de los élites locales del Sur global- a quienes se someten en apoyar el modelo norteamericano; la clase media poco segura que se alinea con los ascendentes sociales en vez de juntarse con los movimientos obreros; o la clase baja de consumidores aspirantes, los cuales son los cautivos de las promesas encantadoras de Hollywood y Madison Avenue—todos aquellos grupos que tienen roles mucho más centrales en las crónicas alternativas de la ideología mercantil. El análisis tampoco deja mucho espacio para explicar por qué los niños Norteamericanos ya cantan los jingles de los anuncios y mendigan la comida rápida al cumplir los seis años—todos aquellos al que el estado nunca ha torturado, sino que ha dado un abrazo en su lugar: una relación que, de otra manera, es bastante espantosa.